Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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A los cinco años empecé a estudiar. Las hermanas del hospital, bajo la tutela del párroco, organizaron un colegio que ellas dirigían. Como era de esperarse, sólo íbamos a él, niños y niñas de las familias distinguidas. Como no era de esperarse, era mixto. No pensé entonces, ni lo he entendido después, a qué se debían las contadas excepciones. Los demás asistían a las escuelas públicas, separadas con estricto criterio sexual.
Con alguna anticipación al comienzo de las clases, mi mamá se afanaba en tejer, tanto para mi hermano como para mí, sendas fundas que envolvían con estrechez una especie de botella plástica.
Un día de Febrero, en el atrio de la iglesia, con la cámara familiar y bajo la mirada orgullosa de mi mamá, mi tía Lucila tomó la foto histórica. Mi hermano y yo, tiesos, cada uno tomado de una mano de mi papá, con un maletín escolar nuevo y la bolsa de la aguadepanela con leche, ambos terciados sobre el pecho, escuálidos, la cabeza rapada y con un mínimo capul, recién bañados y en uniforme riguroso, antes de iniciar el recorrido por el que mi papá nos conduciría al colegio, cuatro cuadras a través del pueblo.
El uniforme no me gustó entonces y sigo pensando que era una elección desgraciada. Camisa caqui, pantalón corto, azul oscuro, con tirantas, medias café y zapatos negros de suela gruesa. Se remataba con un chaleco del mismo color del pantalón. Para la misa de siete a la que asistíamos los domingos viniendo desde el colegio en rigurosa fila, la indumentaria era diferente: blanco hasta los pies, también con tirantas y chaleco, camisa de cuello almidonado y corbatín azul. El blanco de los zapatos requería el trabajo semanal de renovarlo con una mezcla de blanco de zinc y agua que nos preparaba mi papá.
Pues bien, en la foto aparecemos exactamente iguales, en el uniforme diario, con una sola diferencia invisible: yo ocultaba en el bolsillo del pantalón el chupo de boquete, adaptable a cualquier frasco, con el que en los recreos, oculto en el retrete, consumiría mi tetero lejos de las miradas y burlas de quienes a mi edad ya habían abandonado esa práctica infantil.
En el colegio de las monjas tuvieron escenario mis primeras relaciones eróticas lícitas: la hermana Teresa y una niña de nombre Maricela. Desde el primer momento, experimenté una atracción desmedida por la monja, mi maestra. Era joven, no muy alta y blanca. Yo me iba en una especie de desmayo tras su aroma de niño recién bañado, de blanco purísimo y la melodía de su voz. Buscaba estar siempre cerca, que fijara su atención en mí, hablar con ella. Cuando hacía mis primeros intentos de escritura y ella tomaba mi mano para guiarla en medio de la lucha con la horizontalidad de los renglones, podía más la languidez que se apoderaba de mi pulso agitado que el desarrollo de la destreza necesaria. Sin su ayuda, mis líneas perdían el horizonte.
La hermana Andrea, seguramente por solicitud de mi mamá, se convertiría pronto en cómplice de mi rito secreto de los recreos. Me recordaba sacar el tetero, me acompañaba al patio trasero, donde se encontraban los sanitarios y con frecuencia me esperaba hasta que salía satisfecho, mientras ella conversaba con otros niños.
Un día estuve a punto del desmayo por culpa de la brisa. Conversaba con la monja en un corredor, durante el recreo. Un viento súbito levantó la oblea de su hábito. Desde abajo pude ver por un instante el leve escote y la curva de su pecho, con un coqueto salpullido entre el inicio de los senos y la parte inferior del cuello. Ella bajó la prenda díscola con su mano muy blanca extendida, mientras mis rodillas flaqueaban. Durante varias noches soñé con ventarrones.
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