
Natalia Moreno
Ingeniera Industrial, dirigente política y activista social
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Hay semanas que son una fotografía precisa de este país. Días en los que se acumulan hechos que, aunque ocurren en lugares y contextos distintos, revelan una misma verdad incómoda: a las mujeres todavía nos violentan con una facilidad que debería escandalarnos mucho más.
Esta semana pasó de todo. Empezó con un ataque misógino en redes del que fui víctima. Nada nuevo, lamentablemente. Las mujeres en política sabemos que siempre hay alguien listo para descalificarnos con insultos, burlas o comentarios sexualizados. Y aunque una aprende a seguir adelante, no deja de doler ni deja de cansar. Porque no es parte del juego. Es violencia, así muchos quieran disfrazarla de “opiniones”.
A los pocos días estalló otro episodio que dejó un sabor amargo. El viceministro de Igualdad insultó públicamente a la hija del presidente y a su mamá. Dos mujeres convertidas, otra vez, en el blanco de ataques que realmente no iban dirigidos a ellas. Aquí es casi una costumbre usar el cuerpo y la dignidad de las mujeres para pelear contra otros. Y esa costumbre, que algunos quieren normalizar, es profundamente violenta.
Y cuando parecía que ya habíamos visto suficiente, apareció el caso de Soacha: una vigilante acosada sexualmente por un inspector dentro de la comisaría. En el lugar donde debía sentirse segura. En el espacio donde se supone que se protegen derechos. Ese hecho no solo es indignante, es un recordatorio brutal de cómo opera el poder cuando nadie lo vigila.
Tres hechos muy distintos, pero unidos por lo mismo: la persistencia de una cultura que permite violentar a las mujeres sin mayores consecuencias. Una cultura que espera que callemos, que minimicemos, que sigamos adelante como si nada hubiera pasado.
No, no debemos seguir haciéndolo.
Lo peor no es que estas agresiones ocurran. Lo verdaderamente grave es lo rápido que el país quiere olvidarlas. Como si fueran incidentes menores. Como si no dijeran nada sobre la forma en que aún se nos trata. Como si no afectaran vidas y dignidades reales.
No escribo esta columna para señalar a personas específicas ni para alimentar escándalos. La escribo porque el silencio siempre termina protegiendo al agresor y nunca a la víctima. La escribo porque cada vez que una mujer es violentada —en redes, en una institución pública, en su trabajo— y nadie dice nada, el mensaje que queda es que todo está permitido.
Y nada debería estar más prohibido que eso.
Esta semana dejó claro que no basta con indignarse un día y olvidarlo al siguiente. Que necesitamos hablar, cuestionar y no dejar pasar estas violencias como si fueran parte del paisaje. Lo mínimo que podemos hacer es no normalizarlas. Lo mínimo que deberíamos exigir es que se tomen en serio.
Porque nada cambia cuando se calla. Y porque todo esto, definitivamente, no puede pasar en vano.


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