
Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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Michael Jackson fue mi ídolo de infancia. No como un gusto musical, eso es una banalización, sino como objeto estructurante del psiquismo temprano. Michael organizaba mi percepción del cuerpo, del ritmo, del gesto, de lo posible y también de lo imposible. No acompañaba: ordenaba el espacio sonoro en el que yo siendo una niña de campo, se sorprendía con ese universo. Por eso el derrumbe no fue estético, fue neuropsicológico. Cuando estudié psicología y analizamos su caso clínico, no solo construimos una opinión, encontramos un patrón conductual reiterado, coherente, completo; quienes se resistieron a mirarlo, no tenían un vacío explicativo, hacían resistencia afectiva.
Y esa resistencia no era ignorancia: era defensa del yo.
El cerebro humano no procesa la caída de un ídolo como procesa un dato nuevo. Cuando una figura ha sido investida durante años como ideal, su derrumbe activa mecanismos de amenaza identitaria. La amígdala responde como si estuviera en riesgo la integridad psíquica; el sistema límbico prioriza la protección del vínculo internalizado; y la corteza prefrontal, que debería evaluar la evidencia, se convierte en abogada defensora. No se razona mejor: se razona para no perder.
Por eso la gente no defiende a Michael Jackson.
Defiende la función que Michael cumplía dentro de su economía psíquica.
Este mismo fenómeno, idéntico en estructura, en distinto en envoltorio, aparece cuando tocamos a los referentes intelectuales. Noam Chomsky no es percibido como un cuerpo histórico, sino como una autoridad epistémica, un dispositivo crítico, una fuente de legitimidad intelectual.
Chomsky representa:
Crítica al imperialismo
Denuncia del poder
Defensa de los oprimidos
Jeffrey Epstein representa:
Abuso
Elite
Explotación
Red criminal transnacional
La documentación ya disponible muestra que Noam Chomsky no negó sus nexos con Jeffrey Epstein. Chomsky reconoció públicamente haberlo conocido y reunido incluso después de la condena de Epstein y, ante preguntas periodísticas, respondió de forma evasiva y hostil que esas visitas “no eran asunto de nadie”. Además, registros financieros divulgados en Estados Unidos evidencian transferencias por aproximadamente 270 000 dólares desde cuentas vinculadas a Epstein, relacionadas con gestiones financieras personales de Chomsky; a esto se suman correos electrónicos, fotografías y registros de viajes en aviones privados del propio Epstein. Ninguno de estos contactos fue negado. Toda esta información estaba documentada y disponible.
Aceptar que ambos compartieron espacio produce un cortocircuito brutal: “Si Chomsky puede estar ahí… entonces cualquiera puede estar dispuesto a codearse con ese tipo de criminales o, peor aún, a cometer ese tipo de crímenes. Nadie está a salvo del poder.”
El cerebro prefiere negar el dato antes que reconfigurar todo el mapa moral.
Esto no es izquierda ni derecha. Es biología cognitiva.
En sociedades que se dicen laicas, los intelectuales cumplen la función que antes tenía el clero, se les atribuye superioridad moral, autocontrol, conciencia ética elevada.
Eso es una ficción funcional.
Por eso, cuando estamos tan instrumentalizados tanto por una izquierda indefinida, como por la derecha nefasta, alguien que denuncia el poder no puede ser parte de su podredumbre.
Entonces; aquí el tema central para mí, es que Jeffrey Epstein no era un “capitalista cualquiera”, sino un nodo de acceso, financiación y circulación entre élites académicas y políticas; la pregunta no es qué podía darle Chomsky a Epstein, sino qué ofrecía Epstein que ningún sistema universitario, fundación o colega podía garantizar con la misma eficacia: proximidad al poder material sin fricción institucional.
Creer que denunciar el imperialismo inmuniza contra la tentación de ese acceso es idealismo infantil: la izquierda no purifica el deseo, la crítica no anula la pulsión, y la inteligencia no cancela la sombra. Confundir coherencia discursiva con inocencia ontológica es propio de una fe secularizada, no de un análisis serio.
Para mí, Noam Chomsky fue un hombre intelectualmente devastador en el mejor sentido del término: no porque “opinara bien”, sino porque desarmó la idea misma de lenguaje como ornamento cultural y lo devolvió a su condición material, biológica y estructural.
Chomsky mostró que el lenguaje no es una acumulación de hábitos ni un producto social blando, sino un sistema formal con restricciones internas, una arquitectura mental inscrita en el cerebro humano, capaz de generar infinitud a partir de reglas finitas. Con eso pulverizó el conductismo, reconfiguró la lingüística moderna y obligó a pensar al ser humano no como una tabla rasa ideológica, sino como un organismo con límites, capacidades innatas y estructura cognitiva propia. Su importancia no radica solo en lo que dijo, sino en el tipo de pensamiento que hizo posible: un pensamiento que no depende del consenso, que incomoda al poder precisamente porque no necesita agradar, y que sigue siendo imprescindible para entender cómo hablamos, cómo pensamos y hasta dónde llega y no llega la maleabilidad del sujeto humano. Admirar eso no exige convertirlo en santo; exige, precisamente, tomárselo en serio.
Las grandes mentes no “caen” en la sombra: conviven con ella desde el mismo dispositivo que las hace brillantes. La genialidad no es una sustancia moral, es una hiperfunción: hiperabstracción, hiperfocalización, hiperlibido cognitiva. El mismo sistema nervioso capaz de sostener niveles extremos de simbolización, creación o ruptura conceptual suele operar con desacople entre razón, afecto y límite, especialmente cuando el entorno deja de imponer fricción. A mayor capital simbólico, menor sanción externa; a menor sanción, mayor permiso interno. El genio no se deshumaniza: se desinhibe en círculos donde no se le condena, sino se le permite exponer su sombra.
Neurobiológicamente, esto se explica sin romanticismo: altas capacidades cognitivas suelen ir acompañadas de sobreactivación dopaminérgica (búsqueda, novedad, recompensa), combinada con una desregulación del control inhibitorio cuando el sujeto habita espacios de poder, impunidad o excepcionalidad. El lóbulo prefrontal no “manda” solo; negocia con un sistema límbico que, si no encuentra límites externos claros, racionaliza el deseo en lugar de contenerlo. Así, la inteligencia no frena la pulsión: la sofistica. La vuelve justificable, estética, discursiva. No es que el genio no vea el daño: es que logra explicárselo a sí mismo sin sentirse culpable.
Materialmente, estas figuras dejan de ser solo individuos y pasan a ser funciones dentro de un sistema: artista, filósofo, líder, referente. Cuando el entorno los necesita, cuando producen sentido, prestigio, dinero o legitimidad, el sistema tolera, oculta o normaliza la desviación. Ahí se completa el circuito: una mente brillante, un cuerpo sin freno suficiente y una estructura social que prefiere preservar la obra antes que confrontar la podredumbre. No hay misterio ni maldad metafísica: hay biología, poder y oportunidad.
Y aquí aparece un pensamiento al que he llegado y que necesito dejar explícito:
Es muy fácil condenar las fotos de Andrés Pastrana, pues para muchos de nosotros Andrés Pastrana no es un tipo brillante. No fue un filósofo que dejara un sistema político, lingüístico o conceptual. Para mí, Andrés Pastrana es más bien un idiota útil. Que existan esas fotos es vergonzoso como ciudadana colombiana y como expresidente de nuestro país, pero es fácil procesarlas: no hay pérdida simbólica. En cambio, cuando en esas imágenes aparece alguien como Noam Chomsky, que sí es un referente para mí, el impacto es otro. Ahí la información no solo acusa al otro: me desarma a mí. Porque si ese líder que he seguido, esa figura que me ordenó el pensamiento, estuvo ahí, entonces ¿qué dice eso de mí? Es el mismo vértigo que aparece cuando uno conoce las zonas más turbias de sus progenitores: ¿quién soy yo ahora?
Por eso, por pura practicidad psíquica, tenemos que separar al artista de la obra. No porque sea cómodo, sino porque si no lo hacemos, nos quedamos sin referentes. La mayoría de los genios han convivido siempre con sombras turbias. Yo puedo acoger muchos de estos pensamientos filosóficos que me han sostenido la vida, y al mismo tiempo desechar otros. Puedo quedarme con el asombro y con el sinsabor. No lo niego.
El verdadero problema no es aceptar la oscuridad. El verdadero problema es que muchos necesitan referentes moralmente puros para no hacerse cargo de su propio pensamiento. Porque cuando el ídolo cae, no se cae solo el ídolo: se cae la identidad prestada. Y eso aterra. Por eso se niega la evidencia, se protege al símbolo y se ataca a quien lo señala. Cuando el pensamiento necesita altares para no desmoronarse, deja de ser pensamiento: se convierte en fe. Y donde hay fe, no hay crítica; hay obediencia, hay secta y hay discípulos dispuestos a llamar enemigo, traidor o pobre pendejo a cualquiera que se atreva a pensar sin permiso.
No dejaré de leer a Noam Chomsky
No dejaré de escuchar a Michael
No dejaré de ver las películas de Woody Allen.
Pero me niego a tener ídolos de barro y no me importa ser perseguida por el puritanismo de la agenda de la cancelación.


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