
Juan David Correa
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Los primeros años de mi vida los pasé entre los barrios de Villa Marsella, Sears, La Soledad y Usatama. A la casa de los abuelos paisas, instalados en Bogotá, llegaban los hijos y las hijas a escampar de sus idas y venidas, como sucede en la vida de cualquier joven. Mi abuelo era comerciante, y mi abuela era la organizadora de la vida de todos los demás, incluido ese hombre que fue administrador de aeropuertos, gerente de fábricas de alimentos y de ropa, vendedor de muebles y dueño de un restaurante de almuerzos ejecutivos y de diez hijos. A la casa del barrio El Dólar, de mis abuelos maternos, liberales de Cundinamarca, en Armero, Tolima, íbamos con mi mamá todas las vacaciones hasta que el barro sepultó todo hace cuarenta años sin que nadie hiciera caso a las alertas urgentes en debates parlamentarios, y artículos de prensa. Él era un abogado liberal, lector como pocos de clásicos españoles, y ella, una mujer que fue tan bella y dulce que puedo percibir el tacto de sus manos sobre mí rostro aún hoy.
A la casa de La Soledad todos acudimos cada domingo durante nuestras vidas hasta hace diez años cuando murió mi abuela. Unos vivían allí, otros atemperaban: había primos y tíos abuelos que moraban por meses. Siempre había ruido, niños, ollas enormes olorosas a ajiaco o a fríjoles, el sonido de las páginas del periódico, crucigramas a medio hacer en las mesas con kilométricos azules, chistes ruidosos y malos, noticias de muertes de parientes, duelos, separaciones, y hasta la participación de parte de la familia en el programa teleconcurso, “Los tuyos y los míos”, en el que quedaron finalistas. De política se hablaba como en cualquier familia de otra época: mi abuelo era liberal, y algunos de sus hijos, de izquierda. Uno de ellos es mi padre. Estudiante de derecho, rebelde, no terminó la carrera en el Externado por retar el poder del doctor Hinestrosa desde el movimiento estudiantil junto a amigos como Arnulfo Julio o Raúl Gómez Jattin. Se fue a la Libre. No quiso terminar la carrera. Dio clases de filosofía en un colegio. Se organizó con otras y otros jóvenes en el movimiento de las Ligas Socialistas. Fue a las fábricas a estudiar con obreros. Participó en huelgas. Se hizo parte del sindicato de ACOTV. Fue librero y editor en Colcultura. Vio partir hacia el abismo de la desaparición forzada a uno de sus amigos del sindicato, Miguel Ángel Díaz, que salió un 5 de septiembre de 1984 y no regresó jamás del Magdalena Medio. Cuando la violencia se ensañó, aún más, contra el país y los jóvenes de izquierda, como muchas y muchos, miró hacia las causas sociales: siguió trabajando con indígenas, como los Wayúu, en temas ambientales, y en economías populares, además de haber sido, hasta hoy, un gran editor.
Mi madre estudió derecho también en El Externado. Aunque hizo parte de los movimientos estudiantiles, cuando se graduó se hizo funcionaria pública. Toda su vida trabajó en el sector del notariado y registro. Fue visitadora en un país inédito para personas como ella: mal durmió en hoteles, y visitó oficinas deslustradas en municipios a los cuales no llegaba nadie. Hizo informes: recuerdo que sus viernes culturales y emparrandados, en compañía de Roberto Burgos o Esther Bonivento, sus amigos caribes de la oficina, sucedían entre carcajadas e historias sucedidas en Istmina, Abejorral o Florencia. Jamás aceptó una coima o una propuesta indecente. Jamás quiso participar del entramado del poder que entiende que sin transaccionalidad no hay futuro. Nos convenció de que los bienes materiales no eran lo importante. Con holgura nos mostró el mundo: viajar y sentir, entender que por la boca, los ojos, y los dos, entraba la cultura.
Soy hijo de esa historia. Una gran abogada y un gran sociólogo. Tengo virtudes y defectos de los dos. Y es por ellos dos que habité este último año y medio como ministro de Culturas, Artes y Saberes, con la consciencia tranquila de que algún día llegaría mi final. Los dos me enseñaron un profundo humanismo. Me inocularon la idea de no sentir vergüenza de ser de clase media en un país clasista de manera aberrante. Con los dos he caminado desde que tengo memoria con la certeza de que siempre me estarán esperando en casa. Y es por ellos dos que creo que, ya en la madurez de mi vida, seguiré siendo y trabajando en lo público, convencido de que una sociedad noble, como la que ellos representan, es posible. Una sociedad de gente sencilla, que camina, pasea, ahorra para las vacaciones, lee, escribe, va a cine, y conoce el campo, y sabe cómo es el país, sabe de política e imagina moralmente a los demás.
Una parte de la sociedad que es central en este proceso de cambio del que sigo haciendo parte con la convicción de que así como mis padres le dieron sentido a todo esto, la figura y las luchas de Gustavo Petro, me dieron y le dieron a buena parte de mi generación una voz. Cuando la gente me pregunta cuál es el “tan mentado cambio” puedo mirarlos a los ojos y decirles: hemos perdido el miedo, ni más, ni menos. Gracias presidente por insistir en que no se trata de cargos, sino de convicciones. Y esas las hemos podido consolidar en estos dos años y medio.
Toda transformación implica una profunda crisis y esta, no me cabe duda, es irrevocable.
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