Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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El gobierno del presidente Gustavo Petro ha vuelto a poner sobre la mesa una propuesta que, aunque no es nueva, ha generado un debate profundo y necesario: la creación de una jurisdicción agraria. Este proyecto de ley pretende establecer un sistema judicial especializado para resolver conflictos relacionados con la posesión, tenencia, y actividades productivas en la tierra, con el objetivo de hacer justicia más asequible y expedita en el campo colombiano. Sin embargo, la ropuesta despierta preocupaciones legítimas sobre su viabilidad y las consecuencias que podría tener para la propiedad privada y la estabilidad jurídica en el país.
De acuerdo con el Ministerio del Interior, el proyecto busca establecer competencias claras para los jueces agrarios, quienes se encargarían de resolver disputas sobre servidumbres agrarias, deslinde y amojonamiento de predios, así como conflictos derivados de la producción agrícola. Esto, en teoría, podría ser un avance significativo en la resolución de problemas históricos que afectan al campo colombiano, donde la conflictividad por la tierra ha sido una constante durante décadas.
No obstante, uno de los puntos más polémicos del proyecto es el concepto de «permanencia agraria», contemplado en el artículo 12. Este principio establece que aquellos que ocupen tierras de manera informal, pero que desarrollen alguna actividad productiva en ellas, no podrán ser desalojados hasta que una providencia judicial resuelva la controversia. Si bien este enfoque busca proteger a campesinos vulnerables, podría interpretarse como una legitimación de las invasiones de tierras, un fenómeno que ya ha generado tensiones y conflictos en diversas regiones del país.
El riesgo es claro: al otorgar una especie de ‘blindaje’ a quienes ocupan tierras, se podría incentivar la ocupación ilegal, creando un clima de inseguridad jurídica que afectaría a los propietarios legales y en el 99% de los casos, legítimos, de las tierras. En lugar de promover el uso productivo de la tierra, se corre el peligro de fomentar la ocupación arbitraria y la expansión de conflictos agrarios, con efectos devastadores para la economía rural y la inversión en el campo.
Otro aspecto preocupante es el poder que el proyecto de ley otorgaría a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) para llevar a cabo expropiaciones, un rol que tradicionalmente ha sido competencia de los jueces de la República. Este cambio podría socavar el principio de imparcialidad judicial y dar lugar a decisiones expropiatorias tomadas desde una entidad administrativa, lo que debilitaría las garantías procesales y el debido proceso. Además, se corre el riesgo de politizar aún más el proceso de adjudicación y redistribución de tierras, lo cual podría resultar en abusos y decisiones sesgadas que afectarían gravemente los derechos de los propietarios.
El argumento de que la jurisdicción agraria podría agilizar la resolución de conflictos es válido, pero no necesariamente requiere la creación de un sistema judicial paralelo. Fortalecer el sistema de justicia existente, dotándolo de mayores recursos, capacitaciones y competencias, podría ser una solución más efectiva y menos divisiva. En lugar de fragmentar aún más la justicia en Colombia, el objetivo debería ser robustecerla para que todos los ciudadanos, rurales y urbanos, tengan acceso a un sistema judicial eficiente, imparcial y justo.
El país necesita una solución real y sostenible a los problemas agrarios, pero esta no puede pasar por la erosión de la seguridad jurídica ni por la creación de un sistema que podría abrir la puerta a nuevos conflictos y tensiones. La justicia agraria debe ser justa no solo para los campesinos, sino también para los propietarios legítimos y para la sociedad en su conjunto. La tierra es un recurso invaluable, y su manejo debe hacerse con el máximo rigor y respeto por los derechos de todos los colombianos.
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