
Puno Ardila Amaya
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La versión original de esta columna fue publicada en el diario Vanguardia, de Bucaramanga
La respuesta de muchos colombianos en contra de la postura de Petro frente a la deportación de inmigrantes como si fueran delincuentes, encadenados y, en algunos casos, golpeados, muestra la cara de una nación que no deja de ser colonia, del país que sea, pero que haya alguien que mande y oprima —comentó José Sosa—. Sí, esos problemas deben manejarse con diplomacia y no a punta de trinos; ¿pero cuántos colombianos se han puesto del lado del bravucón? ¿Por qué los estadounidenses (que no “americanos”) tienen que plantarse como los dueños del mundo? Los extranjeros en este país han sido acostumbrados a que se les rinda pleitesía, y los colombianos lo hacen por gusto, habituados a la genuflexión y a someterse frente a la inexistente y fantasiosa “sangre azul” que se inventó la sociedad.
—Parece que se multiplican los Popopolos, los Stephen colombianos —contestó el ilustre profesor Montebell— como si la única forma de proceder fuera porque lo condiciona el que “no necesita de nosotros y nosotros sí necesitamos de él”; se acepta como dice o se desquita con plata. Como el Grupo Grancolombiano con El Espectador a principio de los 80, cuando la respuesta fue la ética y la dignidad a costa de la crisis económica. Pero eso tampoco lo recuerdan los “periodistas” de hoy. Como dijo Nancy Yaneth Montoya Hoyos: «Si un gobernante decide repatriar a las personas que se encuentran en esta situación, está en todo su derecho, lo que no está bien es tratarlos como delincuentes. Jamás pensé, en pleno siglo XXI, ver personas encadenadas como en la época de la esclavitud, sin haber cometido un delito. No es humano, ¡dejen de defender lo indefendible! Y no sean tan miserables, permitan que nuestro presidente los defienda, [que] también está en su derecho».
—¿Cómo se llama a eso de ver superior al extranjero y sentirse inferior como lugareño? —preguntó doña Nati.
—“La maldición de Malinche” —contestó el profesor Bernardino—. ¿Conoce usted la canción de Gabino Palomares?: «Se nos quedó el maleficio de brindar al extranjero, nuestra fe, nuestra cultura, nuestro pan, nuestro dinero. Hoy le seguimos cambiando oro por cuentas de vidrio, y damos nuestra riqueza por sus espejos con brillo. Hoy, en pleno siglo XX, nos siguen llegando rubios, y les abrimos la casa y los llamamos “amigos”; pero si llega cansado un indio de andar la sierra, lo humillamos y lo vemos como extraño por su tierra. Tú, hipócrita, que te muestras humilde ante el extranjero, pero te vuelves soberbio con tus hermanos del pueblo. Oh, maldición de Malinche, enfermedad del presente, ¿cuándo dejarás mi tierra?, ¿cuándo harás libre a mi gente?».
“La maldición de Malinche” se la cargan a Malinalli Tenépal, que los españoles llamaban Marina por aquello de su dificultad para hablar el idioma nativo, que Malinalli aprovechó. Esa maldición se refiere a la traición a la identidad y valores propios al adoptar elementos culturales extranjeros, especialmente aquellos provenientes de Europa o Estados Unidos.
—Pero es el resultado de múltiples factores políticos, sociales y económicos —intervino Montebell—; esa maldición también pretende justificar actitudes de rechazo hacia lo extranjero e idealización del pasado prehispánico. Hay quienes no ven a la Malinche como una traidora, sino como una figura compleja y resiliente que supo adaptarse a un contexto histórico difícil y que incluso contribuyó a la creación de una nueva identidad mestiza.
—Son extremos —continuó el profesor Bernardino—: por un lado, el etnocentrismo hace pensar que los otros son los bárbaros, y la maldición de Malinche es el complejo de sentirse menos que el extranjero y que hay que rendirle pleitesía. En todas partes hay de ambas: admiración por los extranjeros y, al mismo tiempo, desprecio. Las dos cosas pueden ser parecidas y es muy propio del romanticismo del siglo XIX, de donde vienen los nacionalismos. Toda esa idea de patriotismo (que exalta la canción “Mi sangre”) viene de los romanos: el derecho que tengo por haber crecido en una tierra. Por el contrario, es la “ciudadanía” el derecho de todos los nacionales de ser reconocidos como iguales. El problema es que yo soy ciudadano de la nación donde nací, pero no soy ciudadano del mundo, y la ciudadanía verdadera debería ser la ciudadanía del mundo. El verdadero reconocimiento, el de los derechos humanos, es ser ciudadano del mundo, y por eso no debería haber ilegales, porque todos somos humanos y todos debiéramos ser ciudadanos del mundo.
Fíjese que, por ejemplo, en el mundo medieval, de alguna manera, la nacionalidad o su reconocimiento lo dan las religiones: por ejemplo, ser hijo de un dios en particular, para el islam, o en el mundo católico, o entre los judíos, o en el mundo de la India (que tenía castas entre los hindúes), o entre los musulmanes, que ejercieron mucha atracción, porque había hindúes que se pasaban a la religión para tener reconocimiento, y en ese sentido cumplen un gran papel los sincretismos.
—¿Los sin qué? —preguntó Maurén.
—Los sincretismos: que la Virgen de Guadalupe sea mestiza es una manera de reconocer a los mexicanos. Entonces es muy importante tener en cuenta el dicho de mi abuela: «De la calle vendrán los que de tu casa te sacarán». El que llega a posesionarse y luego se apropia: Estados Unidos es un pueblo de inmigrantes en una tierra donde había nativos; vienen de afuera a sacar a los que son dueños de la casa.
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