
Yeslie Hernández
Artista plástica, diseñadora gráfica y comunicadora social
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Nueve años han pasado desde que Colombia firmó el Acuerdo de Paz, un pacto que prometía abrir un horizonte nuevo para quienes habían vivido con el fusil como extensión del cuerpo y la obediencia como respiración cotidiana. Sin embargo, a casi una década de aquella firma histórica, lo que emerge no es un relato lineal de reconciliación, sino un país atrapado en una paradoja más honda: la paz trajo consigo una libertad que pocos estaban preparados para habitar y un vacío que nadie supo nombrar a tiempo.
La sociedad colombiana, fragmentada por décadas de guerra, celebra la paz como si fuera un destino concluido, mientras muchos de sus protagonistas los firmantes del acuerdo viven en un territorio distinto, a medio camino entre la esperanza y la intemperie. Ellos encarnan un dilema que el mundo moderno ya conocía, pero que en Colombia adquirió un rostro particular: cuando se derrumbó la estructura rígida que sostenía cada gesto, cada certeza, cada enemigo y cada deber, lo que apareció fue un silencio extraño, casi insoportable, donde la identidad debe reconstruirse desde cero.
En estos nueve años se ha repetido hasta el cansancio que la paz es un proceso, no un evento. Pero poco se ha dicho sobre lo que implica, en términos existenciales, que un ser humano habituado a la guerra deba reinventarse sin manual, sin dogma, sin la red simbólica que durante años definió el sentido de su vida y la dirección de su muerte. Y menos todavía se ha reconocido que la modernidad con su culto a la libertad, al individuo, al progreso ofrece a estos excombatientes un paisaje tan incierto como el que enfrentan millones de personas en el mundo contemporáneo: un paisaje donde todo es posible, pero nada parece suficiente.
Este ensayo emerge de ese terreno intermedio: de la grieta entre la promesa colectiva de la paz y la realidad íntima de quienes tuvieron que soltarlo todo para sobrevivir. A nueve años del Acuerdo, Colombia no solo enfrenta los desafíos institucionales de garantizar derechos, seguridad y oportunidades; enfrenta también la tarea más silenciosa y quizá más difícil: ofrecer un horizonte de sentido a quienes se quedaron sin brújula al dejar atrás la guerra. Porque sin ese sentido, toda paz corre el riesgo de convertirse en otro vacío, otra obediencia disfrazada, otro orden sin alma.
La sensación de malestar que atraviesa al ser humano moderno proviene, en parte, del derrumbe de los antiguos centros que orientaban la vida. Durante siglos, los individuos vivieron bajo un marco que ofrecía certezas: Dios daba sentido, el deber ordenaba las acciones, la comunidad sostenía la identidad. Con la modernidad, ese armazón se volvió poroso. La libertad individual, aunque celebrada como conquista histórica, dejó al sujeto frente a la tarea abrumadora de construir su propio sentido en un mundo sin dirección fija. Así surgió una paradoja fundamental: mientras más libre se vuelve el individuo, más difícil le resulta comprender para qué vive. La libertad, sin una orientación interior o colectiva, puede transformarse en una forma de vacío.
En este punto, la experiencia del excombatiente colombiano refleja de manera intensa los dilemas de la modernidad. Quien vivió años en la guerra lo hizo en un mundo donde cada acto tenía un propósito predefinido. La vida guerrillera no solo imponía reglas: otorgaba una narrativa total. No se combatía únicamente por estrategia militar, sino por una idea grande de transformación social. Esa idea, para bien o para mal, organizaba el tiempo, la moral, los vínculos y el sacrificio. Lo que en la vida civil parece incierto, el deber, el futuro, la identidad, en la vida armada estaba claro. Por eso, cuando el excombatiente regresa a la vida civil, experimenta un choque existencial: pierde el relato que le daba coherencia a su existencia y entra de lleno a la intemperie moderna, donde cada persona debe inventarse a sí misma sin garantías.
A este vacío se suma la caída de los liderazgos que alguna vez encarnaron promesas de libertad. La modernidad se ha construido sobre la figura repetida del líder que ofrece emancipación, justicia o redención, pero cuya autoridad termina convirtiéndose en una forma distinta de esclavitud. En la guerra, esto se manifiesta cuando las figuras de mando, aún nacidas de ideales colectivos, terminan reproduciendo jerarquías rígidas, lealtades absolutas y obediencias que borran la autonomía personal. En la vida civil, ocurre cuando líderes políticos, empresarios o figuras públicas anuncian caminos de liberación que terminan sujetando a las personas a nuevas dependencias: deudas, trabajos precarizados, identidades de consumo, luchas partidistas vacías. Tanto en la selva como en la ciudad, la promesa de libertad puede convertirse en una trampa que reduce al individuo a un engranaje más de su causa.
El excombatiente vive estos fenómenos de manera doble. Por un lado, carga la caída de los líderes del pasado, aquellos que prometieron una revolución que no llegó o que derivó en sacrificios interminables. Por otro lado, al reinsertarse, entra a un mundo donde los nuevos líderes, el Estado, los empleadores, los intermediarios, las instituciones, le exigen una adaptación inmediata sin ofrecer verdaderas condiciones para ejercer autonomía. De un lado y del otro, se encuentra con promesas incumplidas: la promesa de la lucha total y la promesa de la modernidad. En ambos escenarios, la libertad se experimenta más como obligación que como posibilidad.
Ese choque abre una herida profunda: la carencia de sentido. El excombatiente, como el hombre moderno en general, descubre que la libertad sin orientación es una carga pesada. Ya no existe el enemigo visible ni la causa que justificaba el sacrificio. Tampoco hay una comunidad sólida que resguarde la identidad. En su lugar aparece un mercado impersonal, un Estado distante y una sociedad que lo mira con sospecha. La vida cotidiana, aparentemente sencilla para los demás, se convierte en un laberinto: decidir cómo ganarse el sustento, cómo relacionarse, cómo educar a los hijos, cómo enfrentar el pasado. La incertidumbre, que para el ciudadano común es un hábito, para el excombatiente es un abismo.
La psicología describe este estado como un vacío existencial: un momento en el que el individuo ya no sabe cuál es el sentido de su vida ni qué rol ocupa en el mundo. El pasado pesa, el futuro no se dibuja, y el presente parece demasiado frágil para sostenerlo. Pero este vacío también revela algo profundo: tanto el hombre moderno como el excombatiente comparten la misma condición humana. Ambos buscan un lugar donde su vida sea significativa. Ambos buscan un relato que no los condene a ser piezas de una estructura opresiva. Ambos buscan un camino hacia una libertad que no sea una forma de desorientación.
Quizá la tarea del posconflicto no sea solamente integrar a los excombatientes a la sociedad, sino reconocer que su búsqueda de sentido es la misma que atraviesa a millones de personas en la modernidad. El excombatiente no es un extraño que debe adaptarse a un mundo ajeno. Es un ser humano enfrentado a la misma crisis que vive el individuo contemporáneo, solo que con heridas más visibles y pérdidas más profundas. La diferencia no está en la naturaleza del sufrimiento, sino en su intensidad.
Comprender esto abre un horizonte distinto: la posibilidad de construir un sentido nuevo, no impuesto por líderes infalibles ni por estructuras que prometen libertad, pero producen dependencia. Un sentido que nazca de la experiencia propia, del diálogo, de la comunidad, de la memoria y del deseo de vivir con dignidad. La modernidad no puede devolver los viejos centros perdidos, pero puede permitir que cada persona encuentre un espacio para reconstruirse sin quedar atrapada en nuevas formas de esclavitud.
El excombatiente, entonces, no es solo alguien que regresa de la guerra. Es un símbolo de la condición humana moderna: alguien que ha visto caer sus certezas y que, aun así, necesita seguir adelante, buscando un motivo para vivir que no venga dado por la violencia ni por las ilusiones rotas del mundo contemporáneo. Su camino, en el fondo, es el mismo de todos: aprender a sostener la libertad sin naufragar en ella.
La sensación de desorientación que caracteriza al ser humano moderno nace del derrumbe de los sistemas que antes sostenían la existencia. Durante siglos, la vida tenía un eje claro que organizaba lo prohibido y lo permitido, lo correcto y lo incorrecto, lo que debía temerse y lo que debía esperarse. La modernidad, al desplazar la autoridad religiosa, comunitaria y moral hacia la autonomía individual, liberó al ser humano, pero también lo dejó sin dirección. La libertad, celebrada como conquista, se volvió un peso que cada individuo debe cargar solo. El sentido ya no viene dado: debe construirse, y en muchos casos no existe ni la voluntad ni las herramientas para hacerlo.
En ese panorama, la experiencia del excombatiente que deja la guerra y regresa a la vida civil se vuelve una radiografía extrema de la condición moderna. Mientras la sociedad civil llegó lentamente a este vacío, el excombatiente llega de golpe. Vivió por años en un mundo donde todo estaba definido: los roles, los propósitos, las lealtades, incluso las emociones permitidas. La estructura guerrillera no solo fue un proyecto político; fue también una formación militar rigurosa que moldeó subjetividades enteras. En medio de esa disciplina estricta, muchos rasgos humanos fueron reprimidos: miedos, tristezas, deseos, vulnerabilidades, dudas morales. Lo que no servía para la causa se silenciaba. Lo que ponía en riesgo la disciplina se castigaba.
Con la firma de la paz, ese edificio se derrumbó en un instante. Y con él, todo lo que había sido comprimido bajo años de obediencia comenzó a emerger. Muchos excombatientes describen que, al entrar a la vida civil, no solo enfrentaron una sociedad que les exigía “adaptarse”, sino que tuvieron que enfrentar sus propios demonios interiores: impulsos que nunca habían tenido oportunidad de comprender, dolores que habían sido eclipsados por la urgencia de la supervivencia y la obediencia, rabias acumuladas, duelos no elaborados. La libertad súbita, en lugar de ser una plenitud, se convirtió en un espejo donde aparecían por primera vez zonas oscuras de la personalidad que nunca habían sido miradas.
Ese despertar interior, lejos de un simple desajuste psicológico, revela un fenómeno profundo: la libertad no solo exige actuar sin órdenes; exige conocerse, sostenerse, regularse. Y muchos excombatientes descubren que la disciplina, que fue durante años una forma de contención exterior, no se transformó automáticamente en autocontrol interior. De allí surge una idea equivocada de la libertad: la sensación de que libertad significa ausencia de límites, ruptura con cualquier norma, indiferencia frente a lo moral o lo comunitario. Es la libertad entendida no como responsabilidad, sino como descompresión brusca de todo lo que había sido contenido. No todos caen en esto, pero quienes lo experimentan sienten que la vida civil es una especie de caos donde “todo está permitido”, sin haber aprendido qué hacer con esa aparente permisividad.
Sin embargo, no se trata simplemente de una pérdida de valores. Lo que emerge es la tensión entre dos mundos: uno excesivamente regulado y otro excesivamente abierto. En ese tránsito, algunos comportamientos que habían sido forzadamente reprimidos se convierten en riesgos, pero otros excombatientes encuentran en la vida civil una oportunidad de reorganizarse moralmente. Allí donde la disciplina guerrillera había borrado aspectos de la vida cotidiana, como la ternura, la intimidad, la familia, la afectividad, la paz abrió un espacio para recuperarlos. En las zonas rurales, especialmente, varios excombatientes encontraron una forma de rearmar sus identidades alrededor de estereotipos que, aunque tradicionales, ofrecen estabilidad: la paternidad, la crianza, la vida en pareja, el trabajo agrícola, la comunidad campesina. La “familia tradicional”, que en otros contextos se vive como un molde opresivo, para ellos se volvió una estructura de sentido: algo concreto a lo cual pertenecer, un marco emocional donde volver a sentirse parte de algo.
Así, el posconflicto revela algo que pocas veces se discute: la libertad no opera igual en todas las subjetividades. Para algunos, la libertad fue una nueva forma de extravío; para otros, un espacio para sanar aquello que la guerra nunca les permitió vivir. La moral tampoco es unívoca: algunos experimentaron una caída de los valores porque la disciplina militar los había sostenido artificialmente; otros encontraron los valores por primera vez porque la guerra nunca les había permitido cultivarlos.
Todo esto ocurre mientras una sociedad distante los observa con sospecha. En un país donde el mercado dicta ritmos impersonales, el Estado es lento en su presencia y la vida cotidiana exige habilidades que la guerra nunca enseñó, el excombatiente enfrenta una carga doble: la necesidad de reconstruir su identidad interior y la presión de integrarse a un sistema social que tampoco ofrece un sentido claro para nadie. La incertidumbre, que el ciudadano moderno experimenta como un ruido constante, para el excombatiente se vuelve un abismo. De repente debe decidir cómo vivir, cómo amar, cómo trabajar, cómo organizar el tiempo, cómo educar a los hijos, cómo lidiar con el pasado que la sociedad no está dispuesta a perdonar.
El vacío existencial que emerge no proviene solo de la pérdida de la causa pasada, sino también del choque entre las ilusiones de libertad que ofrece la modernidad y sus verdaderas formas de dependencia. Muchos líderes, tanto en la guerra como en la vida civil, prometieron libertad: unos prometieron emancipación revolucionaria; otros prometieron progreso y bienestar. En ambos casos, esas promesas terminaron derivando en nuevas esclavitudes: obediencia ciega, explotación, lealtades que exigen renunciar a uno mismo, roles donde la autonomía se reduce a una consigna.
El excombatiente, entonces, encarna una paradoja: viene de un mundo que lo sometía en nombre de la liberación y entra a otro que lo libera en nombre de la autonomía pero que también lo somete con sutilezas. Entre ambos mundos, debe aprender a ser libre desde adentro, no desde los discursos externos. Y esa es una tarea filosófica, moral y emocional que no se resuelve con decretos, ni con proyectos productivos, ni con certificaciones de reintegración. Comprender esta complejidad no es justificar ni idealizar; es reconocer una verdad humana profunda: que la libertad, si no se acompaña de sentido, puede convertirse en una carga insoportable, y que la identidad, si no encuentra un lugar donde arraigarse, puede fragmentarse hasta el punto del dolor. El excombatiente no es un sujeto extraño que debe ser reparado; es un ser humano enfrentado a una versión extrema de la misma crisis que vivimos todos: la dificultad de sostener la propia vida cuando los grandes relatos han caído y las promesas de libertad se contradicen con las estructuras que gobiernan la existencia. En ese horizonte, la reconstrucción no es una simple adaptación a la vida civil; es la posibilidad de reinventar un sentido nuevo, uno que no nazca de la obediencia ni del vacío, sino del reconocimiento de la propia historia y del deseo profundo de vivir de manera digna. Algunos lo lograrán a través de la familia, otros en el trabajo, otros en la comunidad, otros en el silencio.
Pero todos comparten una misma búsqueda: aprender a ser libres sin perderse en la libertad.
La vida del firmante del acuerdo, cuando se mira sin adornos, es un territorio lleno de fracturas silenciosas. No solo se trata del tránsito de las armas a la vida civil: es el tránsito del sentido a la incertidumbre. Cuando se firma un acuerdo de paz, el país celebra; pero para quien sostuvo el fusil durante años, lo que llega es algo mucho más complejo: la caída de una arquitectura existencial entera. Lo que antes organizaba la vida: la disciplina, la ideología, la verticalidad, la certeza del enemigo, la promesa de victoria o muerte, se vuelve, de un día para otro, polvo entre los dedos.
Por eso hoy, nueve años después, muchos caminan con una especie de vacío metido en el pecho: la colectividad rota. Esa colectividad que alguna vez lo era todo, desayunar juntos, patrullar juntos, recibir órdenes juntos, pensar juntos, decidir juntos, se fragmentó cuando la vida civil exigió elecciones individuales. La política dividió lo que antes era un solo cuerpo. La burocracia de la reincorporación sembró diferencias entre quienes se quedaron en los ETCR, quienes migraron a ciudades, quienes apostaron por la política, quienes se retiraron, quienes resistieron. Y en los territorios, la persecución, la estigmatización y el miedo terminaron de dispersar los restos de esa unidad. La colectividad que era hogar se volvió un recuerdo que punza.
Pero por debajo de la política, del miedo, de los discursos públicos, hay algo más íntimo: el derrumbe del sentido del ser. Muchos firmantes aún arrastran la sensación de no saber realmente quiénes son fuera de esa estructura militar que los moldeó durante años. La guerrilla, para bien y para mal, era un sistema total: decidía horarios, tareas, castigos, rutas, metas, límites, roles, identidades. Había un “nosotros” tan fuerte que a veces anulaba el “yo”. Y aunque esa forma de vida ofrecía un propósito poderoso, un proyecto por el cual vivir y morir, también era una maquinaria que absorbía la individualidad. Al dejar las armas, lo que queda es un silencio incómodo: la libertad, esa palabra tan grande, se experimenta como un abismo.
Ahora nadie les dice qué hacer. Nadie establece el paso del día. Nadie marca el ritmo. Y lejos de sentirse como una liberación absoluta, para muchos, esto fue el inicio de una desorientación profunda. Se quedaron sin brújula, sin estructura, sin rituales, sin identidad sólida. Ese es el lado psicológico que pocas veces se cuenta: el duelo por la pérdida de una versión de sí mismos.
A eso se suma la paradoja del cooperativismo. Las cooperativas fueron pensadas como la columna vertebral de la reincorporación y en muchos lugares lo han sido: espacios donde los firmantes han logrado mantenerse unidos para trabajar, sobrevivir, crear proyectos productivos, reinventarse. Pero incluso estas apuestas, que son de las pocas cosas que mantienen vivos ciertos tejidos colectivos, han sido levantadas sin garantías, sin tierra, sin mercado, sin protección, sin apoyo real durante nueve años. Son esfuerzos heroicos construidos en un país que, en vez de acompañarlos, muchas veces se ha dedicado a estigmatizarlos, perseguirlos o dejarlos a su suerte.
Dentro de esas cooperativas también emergen otras paradojas: líderes que se desgastan cargando más de lo que pueden, o falsos líderes que repiten dinámicas autoritarias. A veces la misma estructura militar que los sostuvo también los hiere: confunde disciplina con imposición, confunde obediencia con lealtad, confunde silencio con unidad. Y, aun así, en medio de estas tensiones, el cooperativismo ha sido el puente que evita que muchos caigan en la soledad absoluta. Es una de las pocas columnas que aún resisten.
También está la dimensión física y simbólica del cuerpo del excombatiente. Pasar de llevar un fusil, ese objeto que definía estatus, seguridad, peso, identidad, poder, miedo, a cargar una caja de mercado, sembrar una planta o levantar un proyecto comunitario, no es una transición menor. El fusil era, para muchos, una extensión del cuerpo y del ego. Era una afirmación de existencia. Su ausencia deja un hueco extraño, casi fantasmagórico, que el cuerpo tarda años en entender. Es una amputación simbólica que no se reconoce como tal.
Y entre todas estas paradojas, hay una verdad dolorosamente humana: solo al perderlo todo uno se encuentra consigo mismo. Solo al rozar la muerte, como les ha pasado a cientos de firmantes asesinados en estos nueve años, o como les ocurre a quienes sobreviven cada día con miedo, uno despierta del letargo. La vida, después de haber estado tan cerca de la muerte, adquiere un valor diferente. Se revela en su fragilidad. Se siente más real.


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