
Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Ph.D en DDHH; Ps.D., en DDHH y Economía; Miembro de la Mesa de gobernabilidad y paz, SUE.
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Hace tiempo que el imperio estadounidense no gana una guerra. Se ha convertido en un simple depredador de derechos. Participa en la destrucción de pueblos, culturas y países enteros y patrocina los peores crímenes contra la humanidad.
Trump es heredero de derrotas como las sufridas en Vietnam, Afganistán, Iraq y Siria. De esos países ya desalojaron al poderío militar estadounidense y tuvo que traer, sus naves al Caribe: aquí se siente seguro, con el apoyo de partidos y gobiernos de ultraderecha en Ecuador, Perú, Argentina, El Salvador y, quizá muy pronto Honduras y Chile.
Él tiene un ego grande, sabe amenazar, evadir la ley y manipular los mecanismos para saquear riqueza ajena, en beneficio del club privado de multibillonarios globales del que él mismo hace parte. Esa gente teme una guerra real en Sur América. Quieren robarse la riqueza, pero no asumir los costos de su intento de saqueo: una guerra aquí sería costosa y no les ofrecería la riqueza fácil y rápida que es lo que realmente esperan. Sus tropas enfrentarían confrontaciones en las selvas y montañas, algunas de ellas prácticamente desconocidas e inexpugnables para todas las tropas del mundo.
Ahora amenaza a Venezuela, en particular al gobierno venezolano. Como en un reality show privado, Trump emplea tácticas de guerra psicológica con alto impacto mediático. Usa la coerción militar con el despliegue naval justificado en una narrativa de desprecio por la vida de la gente del sur, a quienes manda matar para mostrar imágenes y causar impacto en los medios de comunicación. Su show incorpora crímenes de guerra: muestra como su gran logro el asesinato de gente indefensa que se moviliza en lanchas de motor y son bombardeados, es decir, ejecutados extrajudicialmente.
Trump ya fracasó en doblegar al gobierno de Maduro. En cambio, logró dividir la región que tenía a su favor. Causó pánico entre sus amigos que ahora saben que no atenderá ninguna norma, regla o principio de respeto por nadie y que lo suyo, más que la diplomacia, es la amenaza militar.
El fracaso, antes del reality Show, comenzó cuando Trump, entre 2017 y 2021, implementó una estrategia multidimensional y de máxima presión contra el gobierno de Maduro: financió a Juan Guaidó, le dio carácter de gobernante en el exilio y desplegó militares en el Caribe para fortalecer la guerra psicológica y de coerción estratégica con la que buscaba manipular, por parejo, la mente de los seguidores civiles y militares del chavismo y las de las personas, fuerzas y liderazgos regionales y globales.
En 2017 Trump declaró que tenía a Venezuela “militarmente en mente». En 2019, envió el buque hospital USNS Comfort y ordenó vuelos frecuentes de reconocimiento y operaciones en aguas internacionales cercanas a Venezuela.
En 2020 anunció un “despliegue antidrogas” con buques de guerra cerca de la costa venezolana, acusando a altos funcionarios del régimen de narcotraficantes. En 2025 se inventó la existencia de el cartel de los soles. A este cartel imaginario lo acusa de ser parte del enemigo narco-comunista y en Europa acusa a los comunistas de aplicar leyes muy severas contra los narcotraficantes.
En su segundo mandato, Trump ordenó nuevos despliegues navales y aéreos. Radicalizó su retórica belicista pública y privada. Combinó disuasión, coerción y guerra de información. Así, pretendió inducir miedo, fomentar la fractura interna del gobierno venezolano y proyectar una amenaza creíble de intervención.
Ahí están parqueados sus barcos de guerra. Pero hacer una guerra y liderarla, es otra cosa. Una cosa que Trump no sabe hacer. Tendría que abandonar el show, ese reality eterno en que vive y conducir las tropas, garantizarles una retaguardia efectiva y una fuerte red de aliados. El actual presidente de los Estados Unidos no tiene ni idea de nada de eso. Ni siquiera ha sido capaz de aislar internacionalmente al gobierno venezolano.
Buscó disuadir a actores externos, principalmente Rusia y China, para que suspendieran su apoyo militar al gobierno de Maduro. Mediante el aumento de la presencia naval estadounidense en las cercanías del mar venezolano, Trump quiso marcar territorio. Algunos de sus funcionarios volvieron a la teoría de que Latinoamérica es su patio trasero, parte de su zona de seguridad en la que ellos tienen el derecho y el deber de ejercer soberanía. Y también va fracasando en ese aspecto.
Su relato, comprado y amplificado por los conglomerados de comunicaciones que le son afines o le temen, criminaliza e intenta aislar al gobierno del país vecino. Pero no lo ha logrado. Los efectos y consecuencias de esta estrategia, están a la vista: no desalojó a Nicolás Maduro del poder y al contrario la “amenaza imperial” fortaleció un discurso interno de patriotismo y resistencia; la fractura militar esperada no se materializó y la víctima de esta escalada fue otra vez el pueblo venezolano, sometido al bloqueo y a la crisis humanitaria con más de 7 millones de migrantes y refugiados y la angustia de las mayorías civiles de la población por una posible guerra y endurecimiento de la represión interna justificada por el estado de excepción frente a una «amenaza imperial extranjera».
Además de ese ostensible fracaso, las acciones ordenadas por Trump son ilegales: el cerco militar la agresiva retórica que promueve la persecución y destitución del actual gobierno venezolano, son una clara violación de los principios de no intervención y soberanía estatal consagrados en las normativas, tanto de la Organización de Naciones Unidas (ONU) como de la Organización de Estados Americanos (OEA)
La estrategia de Trump carece de respaldo legal, tanto en los propios Estados Unidos, como en la comunidad de naciones y tampoco tiene viabilidad militar. Solo le queda seguir el show y usar argumentos ideológicos que le permitan justificar esta nueva agresión contra países de América Latina.


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