
Fabio Saúl Castro-Herrera
Profesor de la Universidad Nacional. Promotor y cronista de la justicia, especialmente la comunitaria
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Salgo de los eventos de la justicia en equidad con una sensación difícil de quitarme. No es sorpresa, tampoco indignación. Es algo más cercano al cansancio y al déjà vu. Escucho las mismas palabras, los mismos reclamos, observo los mismos gestos de descontento, repetidos como si el tiempo no hubiera pasado por este campo.
Los conciliadores en equidad vuelven a contar la imposibilidad de tener espacios para ejercer su labor y para tramitar sus propias necesidades. No piden privilegios. Piden tiempo, acompañamiento, alguien que escuche. Hay dignidad en ese reclamo, la dignidad de quien cree en lo que hace, pero empieza a resentir la soledad con la que lo sostiene. Poco hay que reprocharles.
El déjà vu toma otro tono cuando intervienen los colegas de siempre, aquellos que han transitado el mundo de la conciliación desde distintos roles durante décadas, como si el proceso fuera una película detenida en una sola escena. A veces tengo la impresión de que algunos quedaron cuidadosamente momificados en ese tiempo y que, de tanto en tanto, los descongelan para estos encuentros en los que el Ministerio aparece en el programa.
Recuerdo bien ese momento. Después de la intervención institucional, un querido colega pidió la palabra. Lo hizo con la solemnidad de quien está a punto de pronunciar una verdad incómoda. Su discurso —que bien podría llamarse efectista— fue un inventario de las deudas históricas del Ministerio de Justicia. Bastó la primera frase para saber lo que vendría después: “sostenibilidad”, “abandono”, “el padre que deja a sus hijos”. Palabra por palabra, como si el tiempo no hubiera pasado.
Al principio atribuí mi sensación de lentitud al madrugón y al viaje. Pero, a medida que avanzaba su intervención, tuve la certeza de estar escuchando una grabación de otro tiempo. Las metáforas eran las mismas, los tonos también. Lo único distinto era que quienes escuchábamos habíamos envejecido.
Mi desconcierto no provenía de la falta de razones en su reclamo —muchas de esas deudas, sin duda, persisten—, sino de la imposibilidad de actualizar el guion. Parecía que la repetición se hubiera convertido en refugio, en trinchera frente a cualquier intento de leer el presente.
Con el paso de los minutos empecé a notar algo más. Ese reclamo, dicho así, ya no interpelaba a nadie. No porque fuera injusto, sino porque se había vuelto previsible. Se escuchaba, se reconocía, se asentía. Y ahí terminaba todo.
Quizá porque, mientras el guion se repetía, el campo se estrechaba. Todo lo que no cabía en ese repertorio de palabras quedaba fuera del encuadre. Otras formas de leer los problemas, otras maneras de articular soluciones, incluso experiencias concretas que —con todas sus fragilidades— han logrado sostener procesos o resolver conflictos en ciertos territorios, no encontraban lugar en ese relato. No porque no existieran, sino porque el lenguaje disponible no sabía cómo nombrarlas.
Comprendí entonces que el lenguaje no es solo forma. Es un marco de interpretación. Y repetirlo durante décadas no solo agota al que escucha, también empobrece la imaginación política. La narrativa del abandono, del déficit permanente, simplifica un campo que hoy es mucho más complejo de lo que ese guion permite ver.
La crisis sigue contándose como si tuviera una sola causa y una única respuesta posible. Como si nada hubiera cambiado. Como si el tiempo no hubiera producido nuevas prácticas, nuevas tensiones, incluso aprendizajes incómodos que no caben en ese repertorio de palabras.
Tal vez ahí esté uno de los nudos. No solo en cambiar el lenguaje del reclamo, sino en atreverse a actualizar la lectura de los problemas. Salir de explicaciones monocausales, reconocer la diversidad de experiencias y dejar de hablar de la justicia comunitaria como si fuera siempre la misma, en todos los lugares, bajo las mismas condiciones.
Si los problemas siguen ahí —y siguen—, la pregunta no es si debemos dejar de reclamarlos. La pregunta es cómo los estamos pensando y cómo los estamos traduciendo en demanda. Porque quizá el estancamiento no provenga solo de la falta de recursos o de voluntad política, sino también de un lenguaje que ya no logra mover aquello que nombra.
Tal vez transformar la justicia comunitaria exija algo menos épico y más difícil: revisar las formas en que entendemos sus problemas, para que el reclamo vuelva a ser una fuerza que desplace, que obligue a decidir, que produzca movimiento donde hoy solo hay repetición.


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