
Puno Ardila Amaya
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Ampliado de Vanguardia Liberal
Una de las alternativas para que los participantes en un grupo en redes sociales no terminen distanciándose, y hasta odiándose, incluso entre amigos entrañables y entre familias, ha sido limitar los temas de conversación. Este ha sido uno de los ítems constantes en las normas y los “principios” de los administradores de grupos, porque, de otra forma, la unión fraternal puede terminar en odio visceral por cuenta de frases malsonantes o, peor aún, mal escritas, que, muchas veces por mal manejo de la gramática, y por no recurrir a los salvadores emoticones, expresan fríamente lo que hubiera podido ser un simple comentario intrascendente, o una broma.
La limitación de los temas, repito, es un recurso para continuar con las cercanías y los afectos, así que, en la mayor parte de los escenarios sociales, sean virtuales o presenciales, se evitan especialmente los comentarios y las opiniones que tengan relación con política y con religión. ¿Por qué?; por una simple y llana razón: se carece de argumentos y de capacidad de discusión, por un lado, y, por otro lado, abunda la intolerancia frente a la diferencia de conceptos y la miopía frente a la otredad. Triste y lamentable, pero cierto. Y este fenómeno se da en todos los espacios y en todos los niveles, no solo en ámbitos sociales y familiares, sino en sociedades enteras.
Hay muchos casos relacionados con las posiciones frente a la política, y quizá pocos en lo relacionado con la religión, por ser un tema tabú, que muchas veces se esquiva por la intolerancia de que se cuestione a alguien su postura, que no su fe; dos cosas completamente distintas: perfectamente cuestionable y discutible la religión, pero incuestionable la fe (esta, según mi modesta opinión).
En política hay muchos ejemplos, que pueden partir de hechos como el de la violencia bipartidista, aún bullente en nuestro medio, proyectada hoy hasta la intolerancia de los hinchas del fútbol, que es realmente la misma vaina. Pero hablemos, entonces, de un caso diferente, alrededor del segundo tema, de la religión. Para ello, un ejemplo que puede ilustrar perfectamente la situación es el libro de Richard Malka, abogado de Charlie Hebdo, cuyo título, provocador, fuerte para los latinoamericanos, pero castizo para los peninsulares, nace como un alegato en el juicio por los atentados contra el semanario satírico francés y nos sumerge en un intenso debate sobre la libertad de expresión. Su autor defiende con vehemencia el derecho a la blasfemia, la irreverencia y la crítica, incluso cuando estas se dirigen a figuras sagradas o creencias religiosas. Su argumentación es clara y contundente: la libertad de expresión es un pilar de cualquier sociedad democrática, y limitar esta libertad en nombre de la sensibilidad religiosa es peligroso y contraproducente.
Malka invita a reflexionar sobre cuestiones profundas, como la naturaleza del fanatismo, el papel de la religión en la sociedad contemporánea y los límites de la tolerancia. A la vez que rinde homenaje a los colaboradores de Charlie Hebdo asesinados en los atentados y muestra cómo su legado continúa inspirando la lucha por la libertad de expresión, denuncia el relativismo cultural que, en nombre de la tolerancia, justifica cualquier atentado contra la libertad de expresión y aboga por el uso de la razón y la crítica como herramientas para combatir la intolerancia y el fanatismo. Invita a reflexionar sobre la importancia de defender nuestros valores y a no ceder ante las amenazas de los intolerantes, y defiende con vehemencia un principio fundamental de cualquier democracia. Su argumentación es clara y directa, y deja poco espacio para la ambigüedad.
Aunque es fundamental defender la libertad de expresión, es importante reconocer que este derecho no es absoluto y que debe ser equilibrado con otros derechos, como el derecho al honor y a la dignidad. Sin embargo, es importante leerlo de manera crítica, teniendo en cuenta las limitaciones de su enfoque y la complejidad de los temas que aborda. Por ahora, hemos de tener claro un punto, que es el encargado de dividir las opiniones y la causa de decisiones muchas veces horrendas y criminales, y partamos de un detalle simple y elemental, que podría resolver estos conflictos: así como una persona puede desgañitarse con frases a favor de su líder, otra persona puede ponerse una camiseta con símbolos de otro líder, y ninguna de las dos tiene por qué agredir a la otra; así como una persona tiene el derecho de proclamar su fe en el dios de los cristianos, otra persona tiene el derecho de abstenerse de rituales en los que no cree, y ninguna de las dos tiene que agredir a la otra. A partir de este principio, podríamos comenzar a discutir, pero —insisto— no hay argumentos ni capacidad de discusión, y sí mucha intolerancia.
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