
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
Yeiner Alexander Ochoa Vesga (27 años). El nombre, con absoluta certeza, no le es familiar más que a un puñado de personas que tuvieron la posibilidad de conocerlo. A millones de personas, incluyendo al autor de esta columna, su nombre no les decía nada, a pesar de que muchos en nuestras familias o círculos cercanos tenemos alguna historia parecida de alguien que pierde la vida o al menos se lleva el susto de su vida. Para mí tuvo interés desde que lo encontré en el desarrollo de una nota periodística sobre el lamentable fallecimiento de un turista “en el Caño Cristales de Santander”…
Colombia está llamada a ser una potencia turística. Sus paisajes, su biodiversidad y la riqueza cultural de sus regiones tienen todo para enamorar a visitantes nacionales y extranjeros. Sin embargo, seguimos confundiendo atractivo natural con producto turístico, y lugar bonito con destino turístico. Esa ligereza nos está costando caro. El reciente fallecimiento de Yeiner en Las Gachas, en Guadalupe (Santander), por no respetar una señal de prohibición, es apenas un síntoma de un problema más profundo: la falta de seriedad con la que el país aborda el turismo, contadas sus honrosas excepciones.
Uno de los conceptos fundamentales en cualquier plan serio de turismo es la capacidad de carga, es decir, cuántas personas puede recibir un sitio sin que se comprometa su seguridad, su sostenibilidad ambiental o la experiencia misma. Pero en lugares como Las Gachas, convertidos en una especie de playa de El Rodadero pero sin mar en Santander, la realidad es otra: centenares de turistas ingresan cada fin de semana, miles en temporada alta, en medio de un acceso desordenado y regulado apenas por parcelaciones privadas que cobran un peaje sin ofrecer condiciones mínimas de seguridad, infraestructura ni manejo integral.
Allí, como en muchos rincones del país, el turismo funciona bajo la lógica del “cada quien bajo su propio riesgo”, como si la tragedia no fuera una consecuencia predecible.
El sitio es, sin exagerar, uno de los más hermosos del mundo. Pero su belleza se está devorando en la anarquía. No hay regulación, no hay acompañamiento institucional, no hay una estrategia integral que articule a los operadores, a las comunidades y al Estado. Mientras tanto, la tragedia acecha, y cuando ocurre, la indignación dura lo que dura un titular.
Si Colombia quiere tomarse en serio el turismo, debe superar la improvisación. Necesitamos planes que definan capacidades de carga, infraestructura básica, formación a guías, seguros de responsabilidad y, sobre todo, un trabajo con las comunidades que son las primeras llamadas a proteger y a beneficiarse de estos lugares.
La belleza de nuestros ríos, montañas y quebradas no puede seguir hipotecándose al azar del descuido ni a la codicia del corto plazo. El turismo, bien gestionado, puede ser un motor de desarrollo y más si viene con otros eslabones para unirse a otros encadenamientos productivos. Mal gestionado, seguirá siendo una máquina de riesgos.
Y sin embargo, hay espacio para la esperanza. Guadalupe y tantos otros municipios de Colombia tienen en sus manos la oportunidad de hacer del turismo una verdadera industria sostenible, que no solo conserve sus tesoros naturales, sino que los convierta en destinos organizados, seguros y apetecidos también por los mercados internacionales. Si Estado, comunidades y empresarios se articulan, los réditos serán mucho mayores que los que hoy se obtienen en la informalidad. Porque el turismo responsable no solo deja ingresos: deja orgullo, identidad y futuro.
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