José Aristizábal García
Autor entre otros libros de Amor y política (2015) y Amor, poder, comunidad (2024)
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Observemos por un instante las siguientes imágenes de la televisión. 1) Una mujer joven mira su automóvil nuevo, reluciente al sol, lo abraza y le pasa la mano suavemente como a un cuerpo. 2) Un hombre ha ganado unos billetes de cien dólares, se conmueve, exulta de felicidad y postrándose ante ellos, los adora. 3) Un fan de Javier Milei le grita: eres mi ídolo, te amo. 4) Un militar está limpiando su fusil, le da un beso y le dice: eres mi novia.
Ese amor que se expresa en esas escenas ¿de dónde nace? ¿Del propio yo de cada una de esas personas?
La máquina del capitalismo exige estar produciendo mercancías permanentemente, en serie y en masa. Y esas mercancías tienen que circular y venderse para generar una ganancia, volver a producir, volver a vender y, así, amasar un capital. ¿Y cómo realizar esa venta día y noche, minuto a minuto, hasta en el último rincón del planeta, pase lo que pase, así llueva o truene, haya guerras o pueblos muriendo de hambre?
Pues hay que convencer, inducir, seducir, meterle en la cabeza a las gentes, que tienen que consumir, consumir y consumir. Que esas mercancías, así no sean necesarias para vivir bien, así tengan muy poca utilidad práctica, hay que adquirirlas, poseerlas. Y si no tienen el dinero para apropiarse de ellas, pues deben pedir un crédito y endeudarse para lograrlo. Mientras estemos en este tipo de sociedad, viviremos metidos en ese círculo que todos los días es más acelerado y más irracional.
A los poderes de dominación económica, que nacen y renacen de ese círculo, les sobran los dineros para alquilar o comprar publicistas, periodistas, escritores, programadores del marketing y medios de comunicación que promuevan y glorifiquen ese productivismo y ese consumismo. Estos nos van haciendo desear, pensar y hacer lo que a esos poderes económicos les interesa que deseemos y pensemos. Cedemos o concedemos lo que podemos desear o pensar por nosotros mismos y aceptamos que ellos se apoderen de nuestros deseos y pensares. Entonces, nos emocionamos con el carro lujoso, con el billete de cien dólares, con el líder político que promete la salvación, o con el arma, más que con el amigo o la amiga, que con las otras personas. Nuestra emocionalidad se acostumbra a desear eso que a ellos les conviene.
Y así, por ese camino, al desear lo que ellos quieren que deseemos, al pensar lo que ellos quieren que pensemos, nos vamos olvidando de nuestro interés por nosotros mismos, por quienes somos, por aquellos que nos rodean, por los demás seres vivos y esa naturaleza de la cual dependemos. Así, el sentido y el significado de uno mismo y de la vida se va reduciendo al deseo del dinero para comprar y poseer esas mercancías y hasta las personas las comenzamos a ver como cosas o dinero (deportistas, modelos, candidatos a cargos públicos, también se vuelven productos). Y dejamos de lado el amor al sí mismo, al otro, la otra, a la vida, a la sabiduría. Esa es la expropiación del deseo y del amor.
¿Por qué hay tan poca sabiduría para parar las guerras, las violencias, los genocidios? ¿Por qué hay hoy tan pocos sabios y sabias, y tanta miseria espiritual?
Porque se ha ido perdiendo el amor al conocimiento y al saber, componentes del amor que también nos han desposeído. Siendo unos bienes comunes de la humanidad, como el agua, han sido convertidos en mercancías que se venden y se compran. Esos poderes de dominación nos indican qué es lo que se debe leer o estudiar, lo que debemos conocer, dónde está la verdad y, además, nos lo envasan, encuadernan o editan de la manera que pueda ser más atractiva para cada uno.
¿Por qué se ha puesto tan escasa la bondad? Por la misma escasez del amor expoliado. A menos amor por los demás, menos altruismo, menos afabilidad, dulzura y ternura, menos bondad, y más insolidaridad, individualismo posesivo y sálvese-quien-pueda.
Pero esa expropiación o colonización nunca puede ser total. Afortunadamente, el amor es una fuerza tan propia, tan nuestra, tan presente en cada humano y humana, y al mismo tiempo tan poderosa, que nunca se rinde. Y siempre, de una manera u otra muy disímil, reaparece, nos reconcilia, nos reconforta, y se puede recuperar y cultivar.
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