Laura Cabeza Cifuentes
Antropóloga con opción en literatura. Magíster en literatura
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Un sábado había tanto alboroto afuera que antes de las ocho de la mañana Abel ya se había puesto las botas de caucho para asomarse al establo. Allí, los novillos se agolpaban unos contra otros.
Entraban en hilera, uno a uno, arriados con gritos y empujados con leños por los dos hijos del mayordomo. Luego, eran sujetados entre palos en tres niveles diferentes; un bloque de madera en las patas impidiendo que las movieran, uno al nivel de las ancas y otro en el cuello torciéndoles cuello para inmovilizar la cabeza.
El día dudaba de su tiempo atmosférico, aunque un sol incipiente se escondía alegre tras las nubes del cielo. Pero aquí siempre puede llover.
Al acercarse, Abel vio al zootecnista que, con una cuchilla fina, afilada y sin piedad le cortaba al animal los testículos. El niño citadino de once años de edad no podía creer lo que veía. Los animales bramaban de forma tal que parecía que invocaban la muerte. Aunque el zootecnista muy sobrio sostenía sin titubeos el arma y con una sonrisa entre burlona y compasiva decía: “tranquilo niño… está anestesiado, no le duele”.
Abel que no quería mostrar debilidad frente a su padre, dueño de cuanto se veía en el horizonte. Dio unos disimulados pasos hacia atrás. ¿Para qué le hacen eso?, preguntó y antes de que obtener respuesta, pensó otro interrogante que soltó en voz alta: Sí no le duele ¿Por qué se queja?
-Porque es un macho, dijo su padre con tono fuerte pero burlón, mientras se acomodaba al lado del zootecnista y el mayordomo. Sostenía un plato de metal en el que ya estaban los testículos del animal y caían gotas de sangre que salían de la herida.
El zootecnista, mientras tanto, cosía, con una aguja tan grande y larga como su mano y un hilo que más bien parecía del calibre de una cabuya. – Los cortamos porque este ganado es de engorde y va para el matadero, dijo el mayordomo sin reparar en la cara del niño que todavía no terminaba de acercarse.
Abel contuvo la respiración. No pudo imaginar qué sentiría él, si un día amaneciera sin testículos. Se quedó ahí, mirando cómo se llenaba el balde donde Arnulfo, su padre, vaciaba el plato con los restos y la sangre de los animales. – Lleve esto a la cocina, ordenó Arnulfo y agregó: todos los hombres de la familia se hacen hombres comiendo criadillas.
Abel, aún con él recuerdo ensordecedor de los bramidos, tuvo que comerse su primer plato de criadillas. Temía que algo malo le pasara si no cumplía con el rito de hacerse hombre como todos los demás de la familia. Mientras tragaba con esfuerzo e invocaba la compasión de algún santo milagroso que no lo dejara devolver su promisoria hombría sobre el plato, pensó que jamás volvería a experimentar la sensación de asco que le producía la viscosidad de los testículos en su boca. Se equivocaba, pero estas cosas se van acumulando en un pliegue del inconsciente y afloran incluso cuando uno ya no recuerda que alguna vez estuvieron allí.
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