Laura Cabeza Cifuentes
Antropóloga con opción en literatura. Magíster en literatura
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Esta semana fuimos aceptados, mi esposo y yo, como Corporación Ambrosía, para compartir nuestra experiencia pedagógica de educación en casa y promoción de lectura en el XV simposio del departamento de estudios del lenguaje de la Universidad Javeriana de Bogotá denominado “Perspectivas ecosociopolítica, estéticas y educativas alrededor de los discursos, la memoria y los archivos”.
Por cosas que escapan siempre a la logística de los eventos, terminamos compartiendo la mesa con la líder indígena del pueblo Siapidaara Fabiola María Chirimía Gonzales. Ella hace parte de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural-UAIIN del Cauca. Nos habló sobre los procesos socioculturales que atraviesan en este momento los veinticuatro pueblos que están en relación con este espacio de aprendizaje para hacer una construcción pedagógica de sus saberes ancestrales. Contó que uno de los grandes temas ha sido cómo nombrar, qué nombre darles, con qué palabras narrar su trabajo: para ellos, sus procesos socioculturales son mucho más que experiencias pedagógicas, son, según puede entender, la estructura que da sentido a la vida de sus pueblos.
Nos habló del tejido, del canto, de la danza, de la oralidad y el lenguaje como los pilares donde nace y se consolida la experiencia de ser ellos quienes son. Este proceso, guiado por ciento treinta nueve mayores de las distintas comunidades que se dan encuentro en estos espacios de aprendizaje, busca la permanencia de sus culturas en sus territorios.
Lo más impactante de coincidir con esta mujer en la mesa fue comprender que el tímido proceso de aprendizaje en el que nos aventuramos como familia hace quince años, no ha tenido otro propósito más que rescatar -para nosotros- un sentido de pertenencia social que solo podemos construir en nuestras propias familias.
Los colombianos y colombianas, de acuerdo a la historia que nos han contado en el colegio por más de un siglo, deberíamos sabernos mestizos o mulatos. Pero no nos percibimos así; cuando mucho nos definimos como campesinos y, en general, estamos seguros de nuestra blanquitud.
Somos blancos y terriblemente arribistas. Blancos y católicos lo que nos deja claramente huérfanos de un padre y carentes de espiritualidad. Esto, sin duda, tiene unas implicaciones sociales, culturales, políticas. Sobre todo unas implicaciones profundas en lo íntimo y lo espiritual. Porque no es lo mismo sentirse colonizador que saberse colonizado.
A la historia que nos contaban en la escuela le falta una parte. Aquella que nos une a antepasados indígenas, a culturas que tenían y tienen cosmovisiones propias, con un sentido de vida profundamente arraigado en la tierra, culturas que procuraban -como lo siguen haciendo hoy en día muchas de ellas- convivir con el medio, no destruirlo, no adueñarse, no colonizarlo.
No digo, ni pienso que los indígenas sean santos, ni que deberíamos volver a vivir como ellos lo hacen, eso no es ni siquiera posible. Creo que hay una parte de la historia que ha sido sistemáticamente borrada y que es la parte de la historia que estas comunidades han tratado de proteger generación tras generación.
Ellas conservan un sentido de vida que trasciende el que plantea el neo liberalismo: sus vidas tienen un sentido que no está centrado en el consumo y la producción económica. Si nosotros los asumiéramos, quizá se puedan disminuir un poco las violencias.
Tres cosas nos llamaron especialmente la atención en la intervención de Fabiola: una, que los niños de su comunidad se educan en familia hasta los seis o siete años; dos, que durante ese periodo de tiempo los niños se educan juntos, de manera libre en las comunidades y, tres, que si un niño es enviado a la escuela antes de aprender la lengua de su pueblo se retorna a la casa para que aprenda antes que nada su lengua y, con ella, pueda asumir y recrear un sentido del mundo y de la vida.
Traduciendo esto a nuestro sistema educativo ¿Cómo sería el asunto? ¿Qué podríamos nosotros, como sociedad, enseñar a nuestros niños antes de enviarlos al colegio como principio y sentido de vida? ¿Cuántos colombianos estaríamos capacitados para trasmitir a nuestros hijos un saber trascendente sobre la existencia antes de mandarlos a aprender el currículo escolar que, entre otras cosas, nada tiene que ver con el sentido de la vida? Me quedan muchas inquietudes y muchas ganas de hacerme algún curso en la UAIIN o de que mis hijos lo hagan algún día (si ellos quieren).
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