
Gustavo Melo Barrera
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¡Que viva la democracia… aunque sea en cuidados intensivos!
Por momentos, la democracia colombiana se parece menos a un sistema de gobierno que a un experimento social mal financiado, filmado en cámara oculta, y narrado por un locutor que finge entusiasmo mientras se prende fuego al set. Lo que empezó como “la participación del pueblo en las decisiones del Estado” terminó siendo una tragicomedia de baja fidelidad donde las urnas son selfies y las propuestas, tuits.
Colombia vive su propio episodio de “Black Mirror”, pero sin presupuesto para los efectos especiales. El Congreso parece más una feria de vanidades que una asamblea legislativa. Los debates no son ideológicos, son de ego, y en vez de leyes, producen titulares. Los políticos no se pelean por el poder: se lo turnan como si fuera el Bluetooth del Congreso. La alternancia ya no es entre izquierda y derecha, sino entre la desilusión y el déjà vu.
Tenemos una democracia con Wifi inestable: cuando por fin parece conectarse con las necesidades del pueblo, se cae la señal. La justicia, ese otro poder sagrado, va a paso de tortuga con juanetes, y mientras tanto, los corruptos hacen yoga en libertad condicional. A los jueces les piden imparcialidad, pero les exigen resultados con tendencia política. Como si la toga viniera con patrocinador oculto.
Y, sin embargo, Colombia no está sola en su tragicomedia democrática. El mundo entero parece haberse sumado a la misma franquicia de decadencia institucional: en Estados Unidos, el bipartidismo se transformó en una especie de “wrestling” (ring de lucha libre) con corbata, los partidos funcionan como cadenas de comida rápida: mismos ingredientes reciclados, distinto empaque, y una guerra de slogans en lugar de ideas. En Francia, los extremos se reparten la República como si fuese un ponqué mal horneado, las urnas se llenan a la sombra de incendios callejeros, y el centro político se derrite como mantequilla en pleno julio; En el Reino Unido, ser primer ministro es un trabajo freelance con alta rotación: uno dura menos que una historia en Instagram; y en Rusia, bueno… técnicamente también hay elecciones, pero solo el miedo se atreve a votar distinto, la democracia es como un souvenir de San Petersburgo: bonito, caro y absolutamente inútil.
En todas partes, los partidos políticos se han convertido en clubes exclusivos, donde la militancia cuesta como una membresía en un gimnasio de lujo, pero sin beneficios visibles. Son transatlánticos oxidados varados en aguas turbias de descrédito, guiados por capitanes que confunden la arrogancia con liderazgo. Hace tiempo que no representan ideologías: ahora venden experiencias, generan likes y se miden en encuestas como si fueran productos de temporada. Se hacen llamar “movimientos ciudadanos”, pero operan como call centers emocionales que tercerizan la esperanza y subcontratan el descontento.
Latinoamérica, por su parte, sigue siendo el laboratorio político más inestable del mundo: en Perú cambian más de presidentes que de estaciones; en El Salvador, la reelección dejó de ser pecado constitucional; y en Argentina, la polarización es tan densa que ya debería cotizar en Wall Street.
Volviendo a nuestra pequeña república del Macondo institucional, el ciudadano colombiano promedio ya no vota con esperanza, sino con resignación estratégica. Elegimos sabiendo que el mejor candidato no ganará, y si lo hace, seguramente será por error del sistema.
Lo más alarmante de todo no es la fragilidad de la democracia, sino lo rápido que se ha normalizado. Nos escandaliza más el precio del dólar que la concentración del poder; y si un presidente manda a callar a la oposición, siempre hay alguien dispuesto a aplaudir, mientras no le toquen el subsidio. La indignación es efímera y la memoria, selectiva. En este país, el olvido es política de Estado… y de sociedad.
Pero no todo está perdido. Cada tanto, la gente sale a marchar, se indigna en redes, hace memes. Porque si algo nos queda es el humor, aunque sea negro. Y tal vez por eso aún sobrevivimos: porque incluso en medio del colapso institucional, los colombianos seguimos riéndonos… aunque a veces parezca que lo hacemos por no llorar.
La democracia en Colombia no ha muerto, pero sí anda con suero, una bata que apenas la cubre y un letrero en la espalda que dice “no molestar, en recuperación”. ¡Que viva la democracia… aunque sea en cuidados intensivos!
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