
Juanita Uribe
Estudió psicología. Se dedica a la divulgación científica, histórica y política
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Toda postura ética incomoda cuando cuestiona privilegios normalizados. Hace unos días, escribí sobre un límite personal que jamás me interesó cruzar: involucrarme con hombres casados, comprometidos o emocionalmente atados a otros vínculos. No fue una declaración sentimental, sino un posicionamiento ético. Sin embargo, no faltó quien, incapaz de leer más allá de su marco mental reducido, concluyó que si no me fijo en los solteros, mucho menos debería importar lo que hagan los casados.
Ese es precisamente el problema: cuando una mujer expresa una postura sobre las relaciones humanas, el machismo cotidiano corre a buscarle una motivación afectiva. Como si nuestro pensamiento no pudiera ser autónomo, sino siempre el resultado de una carencia, un deseo insatisfecho o una frustración romántica. Así, cualquier discurso femenino queda condicionado a su biografía emocional: si opina, es porque le falta amor; si denuncia, es porque está herida; si establece límites, es porque está sola.
Este reduccionismo no es casual. Responde a una lógica que, desde el materialismo histórico, podemos leer como una forma de control simbólico: neutralizar el pensamiento crítico deslegitimando a quien lo enuncia. En este caso, la mujer. Si no pueden refutar tus argumentos, intentan desacreditar tu punto de partida. Es más fácil suponer que hablas desde una “necesidad” que admitir que hablas desde la conciencia.
La historia está plagada de mujeres cuyas ideas se redujeron a su situación afectiva. Como si el análisis ético no pudiera ser construido por quien tiene una vida amorosa estable, o incluso plena. Como si nuestras ideas fueran solo extensiones emocionales y no el resultado de nuestra reflexión sobre el mundo social.
Cuando hablo de límites y respeto, no lo hago desde el vacío, sino desde la convicción. No se trata de moralismos ni de idealismos abstractos. Es materialmente constatable el daño que causan ciertas prácticas humanas, sobre todo cuando destruyen vínculos y afectan a terceros inocentes. No estoy hablando de teorías etéreas, sino de consecuencias reales: dolor, traición, fracturas familiares.
No necesito estar soltera para cuestionar conductas irrespetuosas. Así como no necesito ser víctima de violencia para condenarla, ni ser pobre para denunciar la desigualdad. Ese es el punto que el pensamiento machista no alcanza a comprender: las mujeres no opinamos solo desde la carencia personal, sino desde la capacidad racional de analizar estructuras sociales que perpetúan injusticias.
Mi felicidad o mi estado sentimental no están en discusión porque no son el origen de mi pensamiento. No se confundan: el respeto que exijo no es el que mendiga atención, sino el que establece límites. Porque lo ajeno no se toca. Y porque la dignidad no se negocia ni se explica: simplemente se sostiene.
Así que meterse con un hombre casado no es solo una cuestión de deseo o carencia afectiva, es, en el fondo, una profunda miseria ética. Porque no se trata solo de él y de mí, como muchos pretenden simplificarlo desde su visión individualista y hedonista, sino del daño colateral que atraviesa hogares, hiere vínculos, y rompe historias construidas con esfuerzo y confianza. Participar de esa traición es ser cómplice de una violencia emocional que muchos quieren romantizar como “libertad” o “placer”, cuando en realidad no es más que egoísmo revestido de falsa valentía. Quien encuentra atractivo en lo ajeno, no busca amor ni compañía: busca validación fácil en lo prohibido, quiere el placer sin el compromiso, el juego sin el costo emocional. Pero yo no soy terreno de paso, ni refugio emocional de cobardes incapaces de resolver su vida.
Y que alguien reduzca este análisis a si yo me fijo o no en los solteros, solo confirma lo que tantas veces he visto: la dificultad de ciertos hombres para aceptar que una mujer piense más allá del deseo, que tenga convicciones y no solo necesidades. Hablo de límites porque entiendo el daño concreto que su ausencia provoca. No hablo desde el vacío sentimental, sino desde la ética como práctica material: el respeto por el otro como una acción que tiene efectos reales, no como un discurso decorativo.
Así que no, no es un asunto personal. Es un asunto social. Porque donde no hay respeto por el vínculo ajeno, lo que hay es una sociedad más rota, más individualista, más incapaz de sostener pactos humanos básicos. Y frente a eso, la dignidad no es una opción: es una obligación.
Y que esto incomode a quienes prefieren justificar sus miserias emocionales antes que asumirlas, es precisamente la razón por la que es necesario decirlo en voz alta. Porque cuando el respeto falta, alguien tiene que poner el límite. Y si ese límite soy yo, bienvenida sea mi voz, aunque les queme la conciencia.
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