
Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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Antes de hablar del acoso digital y del bullying, era necesario señalar lo fundamental: la verdad. Durante años, algunos han intentado ocultar su obsesión y su vacío existencial detrás del discurso de la víctima, disfrazando de causas sociales lo que no es más que una persecución personal. Ahora que el anonimato se ha desvanecido, el verdadero tema puede abordarse con claridad: el acoso digital no destruye a quien lo recibe, destruye a quien no puede dejar de ejercerlo. Es allí donde habita el verdadero daño, silencioso y corrosivo.
Desde el análisis lingüístico, psicológico y filosófico, abordo aquí la paradoja del acosador digital: alguien que no destruye la vida ajena tanto como destruye su propia capacidad de habitar el mundo con dignidad. Un perfil que, lejos de dominar a otros, queda esclavizado por el lenguaje mismo que utiliza para vigilar.
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He observado cómo algunos individuos hacen del lenguaje su propia trampa. Persiguen, escriben, espían y acechan creyendo que así ejercen poder sobre el otro, cuando en realidad solo profundizan su propia prisión mental.
Se ocultan detrás de perfiles falsos como si la ausencia de un nombre propio pudiera borrar la evidencia más certera: la estructura lingüística que los delata una y otra vez.
En cada oración mal construida, en cada verbo que no logra desprenderse del pasado, en cada intento fallido por sonar equilibrado, el acosador digital confirma lo que niega: que no tiene control ni sobre el lenguaje, ni sobre su mente, ni sobre su vida.
La lingüística forense muestra que el autor deja rastros, aunque borre su foto o cambie de nombre. La psicolingüística revela que su discurso no comunica: compulsa. Y la pragmática expone la incoherencia vital: afirma que ha soltado el pasado, pero vive encadenado a él; dice que no le importa, pero dedica horas a vigilar.
Desde la morfosintaxis, su discurso es un laberinto defectuoso: subordinaciones inconclusas, tiempos verbales dislocados, pronombres errantes. La sintaxis no le sirve para ordenar su mente, sino para reflejar su caos.
Neurológicamente, el placer fugaz que obtiene al espiar es idéntico al circuito adictivo: el mismo que encuentra un drogadicto en su dosis o un jugador compulsivo en su apuesta. La dopamina del acosador digital no está en la vida propia, sino en consumir migajas de la ajena.
Socialmente, este fenómeno revela una paradoja grotesca: mientras el mundo sigue su curso, los demás aman, trabajan, fracasan, construyen y reinventan su historia, el acosador queda detenido, orbitando en torno a una vida que no es la suya.
Su drama no es el odio: es la incapacidad de existir sin el otro.
Y filosóficamente, desde el materialismo, el diagnóstico es aún más cruel: el acosador no solo está vacío de acción, sino de mundo. Ha renunciado a la praxis transformadora que define la vida humana. Su existencia no es creativa ni productiva: es parasitaria. Solo puede existir como sombra.
Desde lo psiquiátrico, este cuadro habla de obsesión, dependencia emocional, trastornos del vínculo y, a menudo, disociación. El acosador deja de ser sujeto autónomo: se convierte en esclavo de su síntoma.
Pero quizás el elemento más contundente está en el plano existencial. Lo verdaderamente trágico es que el acosador digital no vive pendiente del otro únicamente porque lo odia, sino porque no tiene vida propia que lo sostenga. Y así, cada perfil falso, cada mensaje anónimo, cada intento por irrumpir en el espacio del otro, solo confirma su ruina:
No hay nadie habitando su propio presente.
¿Judicializarlo? Quizá. Pero la peor condena ya la cumple cada día: ser quien es. No hay cárcel más insoportable que una vida vacía de sentido, reducida a la vigilancia, la mentira y el autoengaño.
El acosador digital vive atrapado en la periferia de una historia que nunca protagoniza. No sabe ser otra cosa que espectador amargado de vidas ajenas que sí se atreven a vivir, incluso llegando a imitar comportamientos, en lo estético, en lo verbal, adopta palabras, pensamientos, incluso creando una identidad en base a los que acosa y reproduciendo una copia mal hecha, pues es su versión, porque no puede dejar de soñar con lo que los otros ya tienen o ya son.
Como decía en un texto personal:
“Es fácil atrapar a una mosca, sobre todo cuando uno sabe que siempre estará entre el estiércol, la carroña y la basura.”
Así que no hay que responderle. No hay que explicarle nada.
El lenguaje ya lo expone.
Su vida ya lo condena.
Porque en última instancia, el lenguaje no solo comunica: es la manera en que el ser humano se afirma como presencia en el mundo real. Quien lo reduce a la vigilancia y al resentimiento, no construye ni transforma: se queda suspendido en una existencia estéril, incapaz de sostener su propia vida sin parasitar la ajena. La vida sigue su curso sin mirar atrás, mientras el acosador permanece detenido en el tiempo, aniquilado por su incapacidad de habitar el presente con plenitud. Esa es su condena más profunda: no haber sido jamás protagonista de su propia historia.
Epílogo clínico
Desde la psicología clínica y el análisis del discurso, el perfil de quien sostiene estas conductas suele definirse por una baja autoestima estructural, dependencia emocional y fragmentación identitaria. No logra sostener su existencia sin vigilar la ajena. La obsesión sustituye el vacío, el odio encubre la dependencia y el lenguaje pasivo-agresivo delata el caos interior.
Neurológicamente, queda atrapado en un circuito adictivo donde el alivio fugaz de la vigilancia refuerza su prisión mental.
Su drama no es lo que ve en el otro, sino lo que no logra encontrar en sí mismo.
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