
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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En un país donde los tribunales han sido sitiados tantas veces por el ruido del poder y sus secuaces, sorprende —y no tanto— que el condenado de turno aún se crea el juez. Si la sentencia la hubiera proferido él mismo, habría puesto las botas y el camuflado a todos, incluida la juez.
Para él, como para tantos caudillos anacrónicos, la justicia no es límite sino prolongación de su voluntad; y el país, un campo de batalla ideológica donde no cabe la diferencia, solo la obediencia. En las cámaras quedó registrada su furia: el verbo desbocado, la apelación hipócrita a la institucionalidad, el ademán de mártir mientras señalaba a “estos regímenes” como culpables de su condena. Y a renglón seguido, con la misma boca, invocaba a los “honorables magistrados”.
Esa contradicción flagrante entre lo que dice y lo que encarna, revela la fractura de un liderazgo en descomposición: ya no puede imponerse, y entonces grita; ya no gobierna, y se vuelve fiera enjaulada. Es el doble rasero elevado a doctrina: la “transparencia” autoproclamada mientras se escupe veneno. La “honorabilidad” invocada mientras se amenaza.
Pero el país ha empezado a comprender. Ya no hay miedo reverencial. Ya no hay mitos que lo sostengan.
Una imagen brutal permanece: la del procesado, ceñudo, vibrante, dictando sentencias con la mirada, con el gesto, con el odio. Su rabia quedó registrada, no solo en video, sino en la conciencia colectiva. Porque esto fue más que un juicio: fue el reflejo de una época que se agota. Estos son los últimos estertores de Áuv. El animal sagrado del uribismo, el Dictador del siglo, ya no ruge. Apenas gira en círculos, atrapado en los barrotes de su propio discurso. La bestia está en el corral. Ya no muerde; apenas resopla. Ese día no solo se cerró un caso. Se clausuró una era. Y quizás —solo quizás— comenzó otra, donde las sentencias ya no las dicta el miedo, sino la memoria.
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