
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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No hay esquina más temible que aquella donde dos matones se cruzan con el pecho inflado, las armas cargadas y el dedo inquieto en el gatillo. Solo que esta vez, “la esquina” es el planeta entero, y en lugar de navajas, los matones tienen misiles nucleares, arsenales hipersónicos, redes de espionaje global… y, para colmo, cuentas de redes sociales desde las que gobiernan con amenazas veladas y explosiones de ego.
Hoy, el mundo enfrenta un escenario de alto riesgo geopolítico con dos superpotencias —Estados Unidos y Rusia— lideradas por figuras que parecen más preocupadas por su imagen y su supremacía que por la estabilidad global. Vladimir Putin, endurecido por décadas de poder, ya ha puesto fin a la moratoria sobre misiles de corto y mediano alcance. Donald Trump, presidente de Estados Unidos, envalentonado porque prueba las mieles del poder por segunda vez, ha reaccionado ordenando el despliegue de submarinos nucleares en respuesta a comentarios incendiarios del expresidente ruso Medvédev. Ambos juegan al límite, alimentando una narrativa peligrosa de fuerza y desafío que puede desbordarse en cualquier momento.
El problema de fondo no es solo militar. Es también cultural y psicológico. La diplomacia ha sido desplazada por la ‘tuitplomacia’, los pronunciamientos con tono beligerante, y la viralización de cada provocación. Las redes sociales ya no son herramientas de comunicación, sino escenarios de pulsos narcisistas. El poder global ahora se dirime no solo en cumbres, sino en X (antes Twitter), donde cada frase puede alterar el curso de la historia más rápido que cualquier reunión del Consejo de Seguridad de la ONU.
Este no es un juego. Las palabras tienen consecuencias, sobre todo cuando quienes las pronuncian tienen el poder de arrasar continentes. La diplomacia no puede ceder ante el espectáculo. El planeta no puede estar en manos de impulsos emocionales amplificados por algoritmos.
Uno solo espera que los frágiles equilibrios mentales de los líderes del Ejecutivo de esas superpotencias tengan un contrapeso en el equilibrio de poderes de su propia institucionalidad y sirvan como freno a los temperamentos volátiles. Que haya adultos en las salas de comando. Que el protocolo, la cordura y los sistemas de control sirvan de contrapeso a quienes se sienten inmortales detrás de un micrófono. Porque en una guerra nuclear no hay ganadores. Y porque, al final, los misiles no estallan primero en los silos… sino en las palabras. Ojalá, así como rápido aparecieron las palabras que prendieron la llama, aparezcan pronto las que desactiven este fuego cruzado.
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