Las calles palestinas se llenaron de abrazos, lágrimas y cantos. Decenas de prisioneros regresaron a casa tras años —y en algunos casos, décadas— de encierro. Las familias los recibieron como héroes, como sobrevivientes de una guerra que se libra también entre las rejas. En medio de la alegría colectiva, la multitud se convirtió en un solo cuerpo que gritaba dignidad.
Pero mientras los presos eran liberados, el cielo hablaba otro idioma: cuadricópteros israelíes sobrevolaban los barrios y lanzaban panfletos que decían “Los seguimos vigilando, en todas partes”. Una advertencia directa al júbilo, un intento de convertir la celebración en silencio. En la misma escena donde se abrazaba la vida, flotaba la sombra del control.
Esa imagen resume una paradoja profunda: la libertad bajo vigilancia. Un Estado que libera, pero no perdona. Un pueblo que celebra, pero no olvida. En Palestina, incluso la alegría está siendo monitoreada.
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