
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
Colombia enfrenta una amenaza silenciosa pero cada vez más letal: la expansión del crimen transnacional y la inacción del Estado frente a su avance. Mientras el presidente Gustavo Petro insiste en minimizar la existencia del Tren de Aragua —una organización narcoterrorista que ya siembra terror en buena parte del continente—, los colombianos somos testigos de su huella de sangre en distintas regiones. No se trata de “delincuentes comunes en forma de banda”, como afirmó el mandatario. Se trata de una estructura criminal con jerarquías, economías ilícitas y capacidad de cooptar territorios y autoridades, que ha convertido la extorsión, la trata y el asesinato en sus principales fuentes de poder.
El negacionismo estatal ante un fenómeno de esta magnitud es, por decir lo menos, irresponsable. El Tren de Aragua no solo opera en Venezuela: ha expandido sus tentáculos por Chile, Perú, Ecuador y ahora Colombia, donde ya es protagonista en redes de sicariato, microtráfico y secuestro. Su presencia erosiona la confianza ciudadana y agrava la inseguridad urbana y rural. No reconocerlo como lo que es —una organización transnacional con fines criminales y terroristas— equivale a desarmar al país frente a una amenaza que no respeta fronteras.
Pero hay otro capítulo igual de indignante: la persecución que la dictadura de Nicolás Maduro ha exportado más allá de sus límites territoriales. Este fin de semana, dos activistas y defensores de derechos humanos venezolanos —Yendri Velásquez y Luis Peche— fueron víctimas de un atentado en el norte de Bogotá. No se trata de un hecho aislado. Ambos habían denunciado amenazas directas provenientes del régimen de Caracas, que los acusa de “traidores” por visibilizar la represión y las violaciones a los derechos humanos en su país. La Federación Internacional por los Derechos Humanos (FIDH) ya condenó el ataque y exigió al gobierno colombiano que actúe para garantizar su protección.
Y sin embargo, la Cancillería colombiana guarda silencio. Desde hace meses, estos dos activistas solicitaron refugio político, advirtiendo sobre el riesgo inminente que corrían sus vidas. A pesar de los llamados de organizaciones internacionales, de la Defensoría del Pueblo que ha actuado con vehemencia y sentido de urgencia, y de iniciativas ciudadanas como Un país libre para mis hijos que ha visibilizado éstas y otras situaciones, el gobierno no ha dado respuesta, diferente a la que dio horas después el Presidente ante los reclamos que hicimos algunos ciudadanos en X y varias organizaciones civiles en donde negó la negligencia estatal: “Toda la ciudadanía venezolana que quiera asilarse en Colombia, independiente de sus ideas es bien recibida, como se ha demostrado en estos años. Nadie puede decir que el gobierno los ha molestado cuáles quiera sean sus ideas. Se han expresado libremente y así continuará. La UNP ampliará la protección de los activistas de derechos humanos de cualquier país del mundo en Colombia”. ¿Qué clase de Estado es aquel que niega protección a perseguidos políticos porque sus verdugos son aliados ideológicos del Presidente?
Mientras tanto, la vida de Yendri pende de la destreza de los médicos que lo atienden para salvarlo, a pesar de que por no haberle resuelto su estatus en Colombia, no tiene derecho a afiliarse a una EPS. Es decir, Presidente, ni a eso tiene derecho en nuestro país, una víctima de su amigo Maduro.
La vida no puede ser un asunto de simpatías partidistas. El refugio político es un derecho humanitario, no un favor diplomático. Negarlo o dilatarlo a quienes huyen de una dictadura —mientras se les deja expuestos al alcance de sus agresores— convierte a Colombia en cómplice por omisión. Petro y la Cancillería deben entender que la defensa de los derechos humanos no se ejerce selectivamente, ni se subordina a la cercanía con un régimen autoritario.
Colombia, que durante décadas fue refugio de miles de migrantes venezolanos, no puede retroceder al punto de convertirse en terreno hostil para quienes buscan protección. Si la administración Petro sigue negando la realidad —la del crimen organizado, la del autoritarismo regional y la de la negligencia en la resolución de solicitudes de refugio—, el país corre el riesgo de normalizar el horror.
Aún hay tiempo para rectificar. Reconocer la magnitud del Tren de Aragua, proteger sin dilación a los defensores perseguidos por la dictadura venezolana, y asumir una política exterior basada en principios y no en afinidades ideológicas, son pasos mínimos de un gobierno que dice defender la vida. Porque si no se defiende la vida —toda vida—, no hay discurso de paz que valga.
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