Del libro: La marcha de las hormigas

Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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¿Has visto morir a un pájaro?
1
¿Has visto la dignidad con la que cierra sus ojos?
¿Cómo su pico en un asomo de estertor
se abre solo una vez después
del golpe seco
porque sabe que el canto llegó a su fin?
¿Has visto cómo las alas entran en tensión
para emprender el último no vuelo?
¿Has visto cómo su cuerpo crece unos centímetros
y se hace boca arriba para quedarse
en tu ventana para siempre?
¿Has sentido la impotencia de tus manos
impedidas para romper el vidrio que el ave creyó aire?
Yo lo he visto esta tarde y no he parado de llorar.
2
Todavía está su cadáver al otro lado del vidrio.
Los ojos pétreos me piden que lo lleve a un mejor estar.
Las alas que ayer estaban abiertas
hoy se han recogido como si quisieran abrazarse
para protegerse de la noche y del viento
que ya no es el sendero hacia el árbol.
Nadie me habló de este aire vuelto vidrio
nadie me habló de este aire asesino.
Morir para un pájaro es sentir que el viento
se ha vuelto el enemigo.
Bajo la persiana para evitar
que se repita la fatal confusión
o tal vez para arrancarme este
nuevo rol de no sepulturera,
de vigilante del cadáver de un pájaro.
Cómo he de habitar el día,
el color que se derrama sin pudor
el aire de esta oficina
si estás detrás de mí, muerto y sin consuelo?
¿Tendrás pichones que te aguardan?
¿Hacia dónde ibas con tanta entereza
que no avisaste su cercana muerte?
Estoy presa en la lógica,
del ser desalado que soy.
Habito el reino de la multitud de
aprendices de fotógrafos
que se lamentan, pero disparan el flash
para divulgar el acontecimiento de tu muerte,
para hablar de ti que nada dices,
para mostrarte en la obscenidad degradada
del que captura un momento
e ignora lo sublime que es;
para hacer de la muerte
ese espectáculo efímero
que dura lo que un suspiro sin amor.
Una elegía
No hay marcas nuevas en la vieja puerta,
esas que llevas escritas entre los dientes,
como un diario de espera y de ternura.
Mayer tan frágil pero tan firme.
Peleabas contra el tiempo,
a la espera de mi olor y de mis pasos.
Morder la puerta
por amor urgente e impaciente,
como si al abrirla se abriera el mundo,
y en mi abrazo se fundara la alegría.
Tus riñones se rindieron,
tus ojos nunca.
En ellos, hasta el final,
frente a la traición del cuerpo,
silenciosa ardía la llama del regreso
a casa.
Mayer compañero:
muerde las nubes, si allá te dejan,
abre las puertas del viento
y ven corriendo hasta mi sueño.
Romance de Marcel y Momo
Donde habita Marcel
el tiempo es una siesta abrigada
por el cariño de Valentina
que es tan rotundo como la
eternidad.
El sol entra lento sobre el patio
atraviesa las sábanas
y dibuja un cuadro de luz.
A las diez de la mañana
la vida es un suspiro confiado
que abraza tu alma.
Dueño de esquinas,
de sombras conocidas
de juegos sin secretos,
Marcel conoce cada metro de la casa
distingue cada tacto y olor.
Ha trazado mapas con su hocico
y dormido mil veces en el mismo rincón.
Una tarde la puerta se abre
y trae un temblor que no proviene
del viento:
un bulto pequeño, de patas torpes,
entra en su mundo
con el asombro sin estrenar.
Es un ladrido que aún no se oye.
Trae en los ojos una luna negra alargada
y en la cola, la timidez por derrumbar.
Marcel lo mira, no gruñe, no salta,
solo inclina el hocico, se estira y espera.
Momo tropieza,
muerde el aire, se queja sin razón.
Marcel lo observa,
le ofrece una rabia disimulada.
Momo sueña con tetas tibias
y hermanas juguetonas;
Marcel con celos, intrusos
y rabias.
La espera de Marcel
Hace una quincena
murió Valentina,
la que apareció en la casa
cuando aún la casa no tenía olor.
Desde el primer día
Marcel carga un desconcierto.
Cuando ocurre el quinto
hay en su quietud explayada
en mitad del desierto de la sala,
una tristeza como herida
que sangra por dentro.
Al día décimo,
persiste su lealtad sin fractura:
cada mañana cree que la llave
entrará a la chapa,
girará con estruendo
para que ella suba las escaleras
y ocurra el abrazo batiente
y desmesurado.
En ese nuevo estado de vida
que es la muerte,
Marcel no olió a Valentina,
tal vez por eso ante cada ruido
se empeña en afinar el hocico
para atraer el rastro de su voz,
o las partículas tibias de sus pasos.
Con el hocico junto a la puerta,
el tiempo ha desaparecido.
Y sin reproche,
él aguarda
como si la espera fuera
la forma que tiene el amor
de quedarse para siempre.


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