
Edgar Torres
Profesor de filosofía. Narrador
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Sin intención etnográfica disciplinada, hemos reunido en este texto tres narraciones populares. que escuchamos entre los años 1947 y 1953 Los contadores originales tenían en común su condición iletrada y la libertad enunciativa de forma que, terminada una versión, otro podía volver a contarla introduciendo sus propias variantes, sin que ninguno disputara por la verdad definitiva de la historia. Estas oralidades circulaban a comienzos de la noche, entre patrones, peones y niños, con la intención manifiesta de atemorizar por los excesos morales y sociales. Nuestra versión es intencionadamente literaria pero no ficcional.
LA COY
Vivió hace tanto tiempo que ninguna gente había aprendido a contar con los números. Época lejana, cuando la danza era todavía más importante que el trabajo. Beber y cantar eran los oficios de esa humanidad. Y enamorar. Revolcarse y hacer hijos. La joven de esta historia vivía en su rancho a orillas de un arroyo cristalino y juguetón cuya belleza se había adherido a la mentada Coy. Los muchachos que la visitaban se prendaban de ella inmediatamente, la llevaban al camastro y le hacían hijos. Pero ni la mamá ni sus amantes amaban esas criaturas. De esta forma, cuando se aproximaba el momento de parirlos, ella emprendía caminata por el arroyo arriba o abajo y, en algún lugar los ahogaba y abandonaba sus restos a la suerte de las aguas, las piedras y el barro de las orillas. Como nadie sabía numerar, nunca se supo cuántos hijos o hijas tuvo la condenada mujer, pero fueron tantos que al tiempo de abandonar esta vida fue rechazada por los cuidadores del otro mundo.
Al llegar al lugar de ese trance, la bandida de este cuento les lloró y les imploró su perdón, les rogó por su eterno descanso, pero los centinelas permanecieron en silencio. Así fue que la Coy se quedó sin lugar para descansar después de la muerte. Entonces, se sentó en el frío quicio de esa puerta. Ahí le cayó la vejez en la piel y se le secaron las carnes, perdió su pelo negro y sus dientes se llenaron de sarro y podredumbre. Le cayó la soledad profunda. Cuando llegó a ese estado lamentable, salió el Señor de los Señores, se compadeció y le impuso el siguiente castigo por mujer impúdica y asesina de sus criaturas.
- Vagarás por las cañadas, los cursos de agua, los zanjones y los ríos; rechazarás a todos los hombres jóvenes y viejos, y buscarás los huesitos de tus criaturas ahogadas y abandonadas de recién nacidas. Cuando te deshagas de todos tus amoríos y reúnas sin falta ninguna los restos de tus hijos, volverás para descansar al otro lado de estas tremendas puertas.
Ese es el cadáver de mujer que deambula llamando a sus criaturas sin nombre y silbando entre las tinieblas de cada noche y los temblores de la madrugada profunda; la que castiga duramente a los hombres que la nombran o se burlan de ella repitiendo sus silbos y sus quejas; la que busca sin descanso los rastros de sus hijos mal amados. Cuídense. No la provoquen.
LA SOMBRERONA
Cuando se aparece, nadie percibe que es un espanto. Tiene la figura de una mujer madura y hermosa. Va vestida con faldones de lino y blusas ligeras, cuya manga cisa exhibe sus brazos carnosos y apretados con piel de durazno. Su cabeza se adorna de un cabello abundante y negrísimo peinado con dos trenzas que le caen como pinturas enmarcando las mejillas provocativas de besos bajo el sombrero de paja que la protege. Sin saber de dónde ni cómo, se hace visible en las noches de bullicio festivo.
Los asistentes en el sitio de su aparición la descubren sentada en algún lugar recogido por la penumbra y envuelto por risas y palabras varoniles. Nadie puede resistir la blancura de sus dientes y la risa que brota del fondo de su sentimiento como una llamada de amores. Ella elige al más apuesto, al más fuerte, al más vivaz de los pretendientes y va escurriéndose con él sin ser notada por ninguno de la rueda de sus amigos. Una vez solos, el hombre la sigue como a una promesa de felicidad y de calor por todo el cuerpo.
Ya alejados del grupo y sin contacto con nadie, el elegido se consume en la desesperación de un abrazo, intenta derribarla en cualquier zanjón que les preste abrigo para la consumación. Pero ella es ligera como un viento indetenible. Por fin, parece dejar caer su enorme sombrero enredándolo entre las hojas y ramas de un montecillo apartado. Caen juntos de rodillas y comienza el besuqueo y las caricias de cuerpo. Es ella quien va desnudando a su hombre y, ya en la intimidad, le ordena que él mismo termine de empelotarse.
Cuando así lo tiene, libera el cinturón del pantalón masculino y arranca a frotarlo en sus espaldas, cada vez con mayor energía hasta alcanzar una fuerza descomunal. Entonces lo azota y lo revuelca a pisotones y correazos de los cuales el bello macho elegido solo se libra corriendo desnudo de regreso al lugar del primer encuentro, donde cae sin sentido, bañado de sudor y cubierto de golpes, sangre y vergüenza. Hay quienes han muerto como producto de la fatal mujer de enorme sombrero. Ella hace su voluntad, seduciendo a los desesperados y abandonándolos como bichos indefensos. Que el Señor nos guarde de caer en las tentaciones de la carne.
EL FRAILE SIN CABEZA
Don Bartolo Pinto tenía vocación de cura. Nació de sangre cruzada de blanco con india cobriza y cabizbaja. Vino al mundo cuando la encomienda de Chimaná era una deshonra, porque había perdido sus naturales a causa de las muertes por la viruela española. La india Mari-Santa fue a dar de sirvienta a la choza del cura doctrinero don Sebastián, de donde volvió preñada y luego dio a luz a su hijo Bartolo. El niño se crio entre la mugre y el hambre hasta que fue recogido por el dicho don Sebastián que le enseñó el catecismo del padre Gaspar Astete, las salves del mundo cristiano, el padre nuestro y las estaciones del Vía Crucis. Con semejante formación religiosa y la sabiduría de leer y escribir, fue empujado por su propio taita a la vocación del servicio religioso.
Años más tarde, cuando la rica viuda Jacinta heredera de muchas tierras, hizo construir la capilla en su hijuela de San Pedro de Sáncote, don Bartolo vistió las sotanas de su papá, se adornó con sus estolas y se hizo sermonero de ese lugar. Todo habría salido bien de no ser porque la viuda puso en él sus ojos y sus ansias. En el regocijo de la cama compartida aprendió las dulzuras del poder, la propiedad de la tierra y las garantías de someter para sí los aborígenes de piel cobriza que venían a rogar permiso para criar un cerdo, unas gallinas o tener un huerto de maíz. Así perdió su cabeza religiosa nuestro padrecito don Bartolo Pinto.
Cuando murió la viuda sin tener más familia que sus propios hermanos, estos aparecieron a reclamar para sí la posesión de la tierra, sus cultivos y la capilla. Entonces el sacerdote, casi viudo de su propia viuda, perdió también la cama, el lugar de sus oraciones y prédicas, quedando de vagabundo por los caminos de Nuestra Señora de Santa Anita. En este trance perdió la razón y cayó en ser un locato que, de buenas a primeras le da por armar sermones en el camino, celebrar el oficio religioso con tortillas de maíz pelado y hacer de reclutador de cuerpos y almas para su divino servicio.
Por las noches deambula sin descanso. Se le oye caminar tras su tropa de vivos y muertos encadenados unos a otros, portando azadones y herramientas de campo, mientras imploran piedad a don Bartolo que los conduce de sementera en sementera y de huerto en huerto, arma sus moliendas de trapiche, obliga a sus sometidos a mover los molinos para destripar la caña, hacen fuego para cocinar los jugos y le dan punto de miel. Sus ánimas revueltas con sus peones vivos claman por un sorbo de agua, pero don Bartolo se niega a parar y atender sus ruegos, porque ha perdido dos veces su cabeza: primero la de la oración y luego la cabeza de la piedad.
Es como un Satanás que reina según su propia voluntad, entre los vivos y los muertos queriendo acumular riquezas sin término. Dios nos ampare y nos favorezca.


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