
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
Una sociedad se mide por la forma en que protege a sus niños. Y en Colombia, desde hace décadas, les estamos fallando de las maneras más atroces. Los recientes bombardeos del Ejército, en los que murieron adolescentes reclutados por estructuras armadas ilegales, reabrieron una herida que nunca ha cerrado del todo: la presencia de menores en el conflicto armado. Este país, que ya carga con suficientes culpas, debe asumir de una vez por todas que ninguna discusión sobre seguridad o combate puede hacerse ignorando un principio universal: los menores de edad no son objetivos militares. Nunca. Bajo ninguna circunstancia.
Hay que decirlo sin ambigüedades: los primeros y principales responsables de la muerte de estos menores son los grupos ilegales que los reclutan. La mayoría de estas víctimas no llegó a esos campamentos por voluntad propia. Fueron captados bajo amenazas, engaños, presión económica, manipulación emocional o directamente secuestrados. Desde ese momento, estos niños dejaron de ser libres y se convirtieron en víctimas de una de las violaciones más graves al Derecho Internacional Humanitario: el reclutamiento forzado. Pero su tragedia no terminó allí. Fueron revictimizados en el momento en que, en el marco de una operación legítima contra grupos armados, el bombardeo los alcanzó.
La indignación de las organizaciones de derechos humanos es comprensible y necesaria. El DIH es claro: cuando hay menores de edad involucrados, las operaciones militares deben planearse y ejecutarse con proporcionalidad reforzada y con el mayor esfuerzo posible por preservar sus vidas. No se puede normalizar que adolescentes sigan cayendo en combates diseñados para enfrentar a estructuras criminales adultas y fuertemente armadas.
Las normas no dejan lugar a interpretaciones. El Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra de 1977, aplicable a conflictos armados no internacionales como el colombiano, establece en su Artículo 4.3 que “los niños deben recibir los cuidados y la ayuda que necesiten” y, de manera expresa, que “no deberán ser reclutados ni permitirse que participen en las hostilidades”. La Convención sobre los Derechos del Niño (1989), ratificada por Colombia, refuerza este mandato. Y el Protocolo Facultativo relativo a la participación de niños en los conflictos armados —también vinculante— es aún más contundente: los Estados deben asegurar que ningún menor de 18 años participe directamente en hostilidades o sea reclutado por grupos armados no estatales.
En otras palabras: siempre que haya menores de edad en una zona, la obligación internacional del Estado es extremadamente estricta. No basta con decir que los grupos ilegales los usaron como escudos humanos; eso, aunque cierto, no exime la responsabilidad de tomar medidas para evitar que un operativo termine cobrando sus vidas. No se puede presentar como un éxito militar lo que en el fondo es un fracaso colectivo de la sociedad para protegerlos.
Pero también es necesario honestidad: exigirle al Ejército que resuelva en segundos lo que la sociedad no ha podido resolver en décadas es profundamente injusto. Las Fuerzas Militares operan en un entorno donde los grupos armados usan a los menores como herramientas, los mezclan con combatientes adultos, los entrenan para empuñar fusiles y los exponen deliberadamente al fuego cruzado. Por cruel que suene, el dilema no siempre admite salidas perfectas. Pero sí exige planificación rigurosa, inteligencia precisa y un enfoque humanitario reforzado, especialmente en un país que conoce de sobra el costo moral de ignorar estas advertencias.
En momentos como este, es tentador caer en la lógica binaria: culpar únicamente al Ejército o culpar exclusivamente a los grupos ilegales. La verdad es más compleja, pero también más clara: cada menor de edad muerto en un campamento armado es prueba de que fallamos todos. Falló el Estado en garantizar oportunidades antes de que un fusil los encontrara; fallaron los grupos armados que los secuestraron en vida y en muerte; fallamos como sociedad al acostumbrarnos a escuchar que “entre los abatidos había menores”.
Colombia necesita un acuerdo nacional, ético y operativo para sacar a los niños del conflicto. No es un punto programático ni un gesto retórico: es una obligación legal, moral y humanitaria. Que estos episodios no se vuelvan paisaje depende de que recuperemos algo que parece haberse extraviado entre discursos incendiarios y cálculos políticos: la convicción profunda de que un país no puede llamarse civilizado mientras sus hijos mueran en las montañas con un fusil en las manos.
Los niños no son combatientes. Los niños no son escudos. Los niños no son blancos de tiro.
Y si todavía necesitamos recordarlo, es porque el alma de Colombia sigue herida.


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