
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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“Las mujeres no gustan del poeta. Las de mi pueblo, por ejemplo, me miraron siempre como un insecto de mal agüero”
Raúl Gómez Jattin
En la poesía de Raúl Gómez Jattin la mujer no es un personaje que acompaña, tampoco es una presencia decorativa: es un centro de gravedad. Desde Lola María Jattin Safar (la madre que nació al igual que el poeta, en mayo de 1908, que lo adoró y que él idolatró: “Lola Jattin”); pasando por la inflexible y odiada abuela Catalina Safar (la abuela malvada, la “Abuela oriental”); Sara Ortega de Petro (la hermana entrañable); Martha Isabel Cabrales, la misma que inspiró los poemas “El leopardo” y “Qué te vas a acordar Isabel”; la actriz Tania Mendoza Robledo con quien compartió su pasión por la actuación cuando estudió Derecho en la Universidad Externado de Colombia; hasta la amiga Beatriz Castaño, a quien homenajeó por dedicarse ella a musicalizar sus versos, entre otras.
Capítulo aparte merecen las mujeres imaginadas en Los hijos del tiempo o las recreación vengativa de las monjas y enfermeras que lo cuidaron en el sanatorio y sobre las que poetiza en su libro El esplendor de la mariposa. Ellas son la representación de su lucidez y de su locura, de su genialidad y de su perdición que eran sus maneras de habitar el mundo.
Cada rostro femenino que asoma en sus versos abre un río distinto, pero todos confluyen en un mismo cauce: el de la memoria, el origen y el tiempo como materia esencial de la poesía.
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7
El mito humanizado
En julio de 1989 Ediciones El Catalejo de Cartagena, Colombia publicó con una brevísima presentación del poeta Rómulo Bustos y con un carboncillo de Raúl en la solapa dibujado por la artista Bibiana Vélez Covo (a quien dedica el poemario) el libro Los hijos del tiempo. Guardo como una ilusión esa edición. Los hijos del tiempo es el homenaje que Raúl rinde a los amados personajes de la literatura y del arte que lo formaron y ayudaron también a moldear su sabiduría. El libro está compuesto por veintidós poemas. En once de ellos Raúl poetiza sobre mujeres. La reina de Saba, Belkis; Medea, Casandra, Clitemnestra, Electra, Penélope, Roxana, Scherezada, María Estuardo y el ya mencionado poema Lola Jattin. Me referiré a Belkis, Medea, Casandra y Scherezada porque hay en ellos unas recurrencias sobre la relación del poeta con las mujeres: la desilusión ante el amor, la madre asesina, el poco valor que se le da a la lucidez de la mujer y el tormento de saberse poeta en una tierra descreída y mediocre que lo asesina cada día para verlo crear.
La primera es Belkis, una de las amantes del rey Salomón que en verdad es usada por el poeta para entronizar las gracias y excelencias amatorias y viriles de Salomón, el rey del Antiguo Testamento que no podrá ser superado por Jesucristo a quien nombra con la radical sentencia de “mito sin cultura sin falo/ y sin ninguna bondad memorable conocida”. Raúl elogia la belleza de Belkis y reduce su cuerpo a ser uno de los tantos obsequios que ella le lleva enceguecida de amor pues ha sabido de su fama, va nublada por el amor y la pasión sin conocer al rey: “Su prestigio de sabio y magnánimo es conocido/ en todos los inacabables confines de la tierra”.
Sin embargo, también es posible leer que la reina Belkis, cuando llega al encuentro percibe que el esplendor de su ideal se resquebraja. Salomón, el rey sabio, no es el espíritu puro de las crónicas, sino un hombre “fuerte y lujurioso”, rodeado por un harén que lo reclama cada noche. El amor espiritual que Belkis soñaba se convierte en una sucesión de actos carnales sobre un “lecho de plumas de pájaros”. El mito de la sabiduría se desmorona ante la evidencia de un falo satisfecho.
Si Belkis es deseo herido, Medea es furia pura. La encontramos en la cocina del palacio, afilando cuchillos “con una fiera sonrisa torcida”, y su figura estalla como un relámpago en la penumbra. Medea, la eterna Medea del trágico Eurípides, sabe lo que va a hacer y no se detiene. El poeta la narra (porque son estos poemas, narraciones en verso que humanizan a los mitos con la minucia del detalle en cada verso) no como monstruo sino como fuerza, no como loca sino como inteligencia oscura que actúa con precisión.
Antes mató a su padre, envenenó a su rival, y ahora prepara la escena más atroz: la muerte de sus propios hijos. El poema avanza entre la violencia y la belleza: la asesina ajusta su tocado de perlas, se contempla impertérrita ante el espejo, alisa los pliegues de una túnica bordada con oro asirio. En esa imagen resuena un eco inquietante: la mujer capaz de matar también es capaz de admirarse. La monstruosidad y el narcisismo comparten el mismo espejo. Quizás ahí está el Raúl de los últimos días, egocentrista y fatal.
Cuando los niños llegan con sus voces inocentes, Medea ya está lista. Los cuchillos ocultos tras la espalda son su destino. Y no hay retorno pues la madre (otra vez la madre) se transformó en diosa terrible, en furia que no pide perdón.
En la tradición literaria, Medea ha sido el rostro del horror femenino. Gómez Jattin la mantiene en esa orilla, pero la reviste de dignidad implacable. Su crimen no nace de la locura, sino del exceso de conciencia; su violencia no es capricho, sino afirmación. Medea no se arrepiente. Medea cumple. Y en ese cumplimiento está la expresión más radical de una subjetividad que se niega a ser domesticada.
Está Casandra, la más trágica de todas, la que ve con claridad lo que va a suceder y no puede cambiarlo. “Serás muerto al atardecer”, grita, pero su palabra cae como piedra en el agua. Nadie la escucha. Como a muchas mujeres. El don de la profecía es también su condena: la lucidez sin poder. Casandra es en Raúl la reivindicación de tantas mujeres que amó y lo amaron, pero que se perdieron entre la zozobra de tener voz, pero no decisión y poder para imponerse y permitir que la corriente de un destino mediocre la arrastrara como en el poema “Aurora no es una mala mujer” de Del amor en Amanecer en el Valle del Sinú : Alguien podrá decir que Aurora es una mala mujer/ porque entregó su juventud/ a un hombre mayor casado y rico/que le regaló dos hijos y una casa de madera/y la reputación de concubina desalmada/Pero a mí me consta que lo hizo por amor.
En la escena que Gómez Jattin reconstruye, Casandra presencia el crimen con los ojos abiertos del oráculo. Ve la red que aprisiona a Agamenón, el hacha que cae una y otra vez, el agua teñida de sangre. El aire mismo se llena del olor sangriento del destino. La princesa convertida en esclava contempla la tragedia como si estuviera dentro de un cuadro inmóvil, y ese mirar sin poder intervenir es el más cruel de los castigos.
Cuando cae al suelo, desmayada, los asesinos la rematan con la misma hacha. No hay heroísmo ni gloria: sólo silencio y piedra fría. Casandra, doblemente castigada —por saber y por ser mujer—, encarna en el poema el dolor de todas las voces femeninas que a lo largo de los siglos fueron ignoradas, ridiculizadas o destruidas por decir la verdad, por hacer la verdad.
Scherezada, por su parte, no mata ni es asesinada, tampoco se desilusiona ante lo prosaico del mito, ella habita el mundo como lo hizo Raúl, es un arte poética atormentada que el poeta siente cercana a su ser poeta. Scherezada resiste contando. Su campo de batalla no es la cama ni el altar ni el baño ensangrentado, sino la noche infinita donde la palabra decide entre la vida y la muerte.
Al igual que Raúl Gómez Jattin, ella no empuña un cuchillo como Medea, ni vaticina el futuro caótico como Casandra, ni ofrece su cuerpo como Belkis para luego desengañarse del amado idealizado. Su arma es más sutil y frágil, sólo cuenta con la memoria convertida en poema narrativo. Ella no lucha con la espada sino con la narración. Su cuerpo está en riesgo, pero su mente es su refugio, tal como ocurrió a Raúl. En esa fragilidad radica su poder: la palabra es débil, pero insiste; es volátil, pero vuelve cada noche a suspender la muerte.
La escena se carga de tensión erótica y violencia simbólica: el Califa la besa, la acaricia “lujurioso”, pero no detiene la sentencia. La narradora no es libre; su arte ocurre bajo la amenaza. Hay un verdugo que la vigila, como siempre tuvo Raúl: los pueblerinos, la abuela malvada, la locura como forma de lucidez. La voz de Scherezada encanta y conmueve, pero no basta para liberarla. Como no le alcanzó a Raúl para vivir y morir de manera aparatosa y trágica añorando siempre el paraíso de la infancia. En esa contradicción se revela una verdad profunda sobre la condición del artista —y de la mujer artista en particular—: la creación no siempre salva; a veces apenas posterga la muerte.
Todas son hijas del tiempo y del mito, pero también son mujeres de hoy: amantes desilusionadas, madres desbordadas, voces silenciadas, artistas extenuadas. Todas encarnan formas de resistencia y de caída, todas revelan que el cuerpo femenino —deseado, castigado, escuchado o ignorado— ha sido un campo de batalla a lo largo de la historia.
La poesía de Gómez Jattin no las idealiza ni las juzga: las humaniza. Las baja de las alturas marmóreas y las hace hablar desde sus heridas, sus deseos, sus culpas. Porque en Belkis, Medea, Casandra y Scherezada no sólo está el eco del mundo antiguo; está también nuestra propia historia, la de las mujeres que aún hoy aman y matan, profetizan y callan, narran para sobrevivir.


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