
Juan Carlos Quintero Velásquez
Filósofo, Doctor en Ética y Democracia Docente universitario
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Los algoritmos que determinan los contenidos que aparecen en nuestras redes sociales y los resultados de nuestras búsquedas en internet, ahora están en la base de las llamadas Inteligencias artificiales (IA). Esos algoritmos son diseñados por seres humanos al servicio de enormes corporaciones empresariales. Así, algoritmos, diseños y procesamiento de los mismos están determinados, como todo lo que las personas hacemos, por intereses, creencias, valores, prejuicios, ambiciones, miedos, sueños…
Estos elementos son la materia prima con la que elaboramos lo que el lingüista y filósofo estadounidense George Lakoff llamó marcos de interpretación. Los humanos usamos dichos marcos para ver, leer, interpretar y dar sentido a lo que percibimos como “el mundo” o “la realidad”. También los usamos para orientar nuestras acciones en el ámbito de lo social. Para decirlo coloquialmente, los marcos de interpretación son los lentes desde los que vemos el mundo, así como también los referentes desde los que casi siempre actuamos en las situaciones cotidianas.
Ellos tienen capacidad de incidir poderosamente en nuestras decisiones, relaciones y creaciones en la vida cotidiana, así como en el significado que, como sociedades y comunidades, le asignamos al saber, a la política, a la economía, a la ciencia y a la tecnología. Dentro de ese horizonte es donde las industrias mediáticas y tecnológicas determinan sus contenidos y sus acciones.
Los algoritmos están diseñados para que funcionen en doble vía con la humanidad: por una parte, nos complacen mientras les regalamos información sobre nuestros gustos, rabias, miedos, preferencias políticas o religiosas, anhelos y, en fin, sobre esas cosas valiosas desde las que articulamos nuestros marcos de interpretación; por la otra , nos seducen, atrapan y mueven nuestras emociones básicas reforzando dichos marcos.
Burbujas de filtro y cámaras de eco son el resultado de este proceso. Desde las primeras, recibimos solo los contenidos que tienen que ver con nuestras preferencias, al tiempo que deja por fuera todo aquello por lo que no hemos inclinación alguna. Desde las segundas, todo lo que recibimos de las redes sociales y de los motores de búsqueda refuerza esas preferencias. Se genera, así, la sensación de que todo lo que ocurre en el universo mundo está de acuerdo nuestras preferencias personales, como si fuéramos parte de un consenso o de un pensamiento incuestionable.
A esto podemos sumarle lo que la psicología ha bautizado “sesgos de confirmación”. Esto es la tendencia natural de nuestro cerebro a interpretar lo que sucede a partir de lo que cree verdadero, correcto o conocido. Todo esto lo saben las grandes empresas mediáticas y lo capitalizan a su favor gracias a su capacidad para procesar toneladas de gigas de información. Tenemos, así, un escenario ideal para que tales empresas queden en capacidad de mantenernos atados a ellas, alimentando nuestros gustos y potenciando la negación de lo distinto, la exclusión, el odio, la aporofobia.
Marcos de interpretación y sesgos de confirmación son potenciados por los algoritmos, generando una cada vez mayor dificultad para llegar a acuerdos y para propiciar el respeto por la diferencia. Lo que se fortalece con estas dinámicas es la polarización.
Podemos entender esa polarización como el resultado de un conjunto de elementos que apuntan a una gestión instrumental de las emociones. Al tiempo que generan satisfacción y placer, dinamizan miedos y fortalecen odios. Y como parte de estos elementos, las redes sociales, con sus algoritmos, van generando mundos-burbuja, que no dejan ver la otredad, la belleza de la diversidad, la maravilla del asombro, el milagro de lo distinto. Mundos-burbuja que, si no estamos atentos, se hacen pasar como los únicos verdaderos, buenos y válidos. Un posible indicador de esto es el auge de las extremas derechas en varios puntos del planeta.
La polarización se va configurando, cada vez más, como el resultado, ya no solo de fanatismos o de autoritarismos, sino también de un enorme negocio basado en los desarrollos tecnológicos ligados a la información y la comunicación. Al negocio, pareciera no importarle el debilitamiento de la convivencia, base fundamental de las democracias. Como diría el mafioso Vito Corleone, en la novela de Mario Puzo: “Solo es asunto de negocios”.
Ofrecer la rápida satisfacción de gustos y deseos y, al mismo tiempo, promover el miedo y el odio, se ha convertido en un producto que se vende bien y que sirve, sobre todo, a políticos, partidos y movimientos para los que esas emociones generan rendimientos electorales. Claros ejemplos de esto son los casos de uso estratégico de algoritmos para incidir en la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit), en las elecciones de los EEUU de 2016, en las de Brasil en el 2018 y en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia en el 2016.
Cuando se les desenmascara el negocito, se muestran indignados y acusan a sus denunciantes de ir en contra de la libertad de expresión o de prensa, además de ser intolerantes y tiranos.
¿Será que tendremos simplemente que resignarnos a que las cosas sean así? ¿A renunciar a la posibilidad de llegar a acuerdos mínimos, básicos, procedimentales para lograr una convivencia digna y justa para todos? Claramente, no.
Todo lo que los seres humanos hacemos puede ser transformado por nosotros mismos. Quizá haya llegado el momento de que la ciudadanía presione más para que los mecanismos, las prácticas y el horizonte de estos desarrollos tecnológicos tomen en cuenta nuestros puntos de vista, y estén realmente al servicio de nuestra especie y de nuestro planeta, no solo de unos cuántos excéntricos multimillonarios o de Estados totalitarios
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