
Juan Carlos Quintero Velásquez
Filósofo, Doctor en Ética y Democracia Docente universitario
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Ética de la comunicación en tiempo de algoritmos
Decía el sociólogo francés Dominique Wolton que lo que se opone a la comunicación es básicamente la violencia, no solo el silencio. Esta afirmación nos pone en la tarea de pensar qué es la comunicación y, por supuesto, cómo se relaciona con la violencia.
Comunicar es más que un ejercicio de transmisión de información desde un emisor hasta un receptor a través de un canal. Cada vez que nos comunicamos, ponemos en marcha un complejo proceso en el que intervienen elementos biológicos, lingüísticos y cognitivos, y con todo ello, emocionales.
Desde la biología es posible afirmar que la aparición del fenómeno comunicativo en mamíferos –nosotros incluidos– obedece a una estrategia que optimiza las posibilidades de conservación y desarrollo de la vida, toda vez que con ella se garantiza la construcción de vínculos emocionales, fundamentales para la cooperación, sin los cuales la permanencia de las especies sería imposible, así como su organización en grupos.
Desde el lenguaje y lo cognitivo, la comunicación requiere de la creación de signos y símbolos sobre los cuales construimos significados y le damos sentido a nuestros entornos y vivencias, lo que nos permite construir acuerdos y transmitir el saber acumulado a las nuevas generaciones. De aquí que sea posible afirmar que comunicar es también construir formas de interpretar el mundo, generar órdenes sociales y tramitar los desacuerdos. Así, la comunicación es algo que tiene que ver, necesariamente, también con lo cultural y con lo político.
De manera pues que es en el acto comunicativo humano en donde nos reconocemos como iguales y diversos a la vez, como capaces de llegar a entendernos en medio de nuestras particularidades y diferencias. Gracias a este acto, construimos vínculos emocionales propiciadores del altruismo y generadores de acciones encaminadas a superar las injusticias, así como a la vehiculización de la empatía, sin la cual no es posible la vida en comunidad.
Así, comunicarnos es una forma de dinamización de la vida, tanto individual, como colectiva; una actualización de la potencia vital que reconoce nuestras particularidades y que muestra todas sus potencialidades para la construcción de un horizonte común en medio de la diversidad, así como para la permanente construcción de lo humano.
Pero también se evidencia que la no comunicación es una forma de negación de esa potencia de la vida y de su posibilidad de mantenerse y recrearse.
Cosificarnos es una forma de no comunicación. Disponemos de las cosas, las usamos, las controlamos; no nos comunicamos con ellas. Decir que nos comunicamos con aquello que hemos cosificado, convertido en medio para un fin, es un contrasentido. Y, sin embargo, pareciera que vivimos hoy en día en un mundo en el que este contrasentido es la experiencia permanente.
Las redes sociales virtuales, los motores de búsqueda, los algoritmos y ahora las inteligencias artificiales (IA), componentes fundamentales de las tecnologías de la información y comunicación (TIC), están generando un escenario en el que cada vez hay más información y menos comunicación, en el que sin ir a buscarlas, llegan a nuestros dispositivos electrónicos cantidades exorbitantes de contenidos que se ajustan a nuestros gustos, deseos, esperanzas, miedos y odios, formando las ya conocidas burbujas de información y cámaras de eco desde las cuales muchas personas construyen y ratifican sus concepciones del mundo. Lo hacen mediante la información que van recabando de cada uno de nosotros y que entregamos de forma voluntaria, la que es procesada por los algoritmos y las IA de forma tal que terminamos siendo reconfigurados como paquetes gigantescos de información disponible para ser vendida.
Lo que estos desarrollos tecnológicos venden, siguiendo al filósofo coreano Byung-Chul Han, no son productos, son nuestros gustos, deseos y emociones, lo que está a la venta. De esta manera nos convertimos en mercancía, en cosas, en medios para fines que no hemos decidido conscientemente.
Estas tecnologías, por estar en la base de las principales formas comunicación actual, deberían posibilitar la construcción del vínculo, la empatía, el debate y el respeto de las diferencias en un horizonte que proteja la diversidad de todas las personas y los grupos humanos. Pero no es siempre así. Muchas veces, terminan propiciando la deshumanización, forma fulminante de violencia.
Afortunadamente, la existencia humana no se limita a este escenario. En lo individual y lo colectivo persisten las estructuras básicas de la comunicación. Sin el cuidado y los vínculos que construimos desde la infancia y sin las formas de cooperación y solidaridad espontáneas y empáticas que se dan en la vida cotidiana, simplemente no sobreviviríamos.
Gracias a esto, nos mantenemos, soñamos, amamos y vamos haciendo nuestras existencias. Y es también, justamente por esto, que tenemos la responsabilidad, como seres humanos, ciudadanos, colectivos, medios y plataformas de información, de velar por que los desarrollos en el campo de las TIC y de las IA se pongan al servicio de la vida y no de la deshumanización. Quizá sea este el momento de participar en la toma de decisiones sobre los objetivos de esas tecnologías (de la que los ciudadanos de a píe estamos normalmente excluidos) y en la reflexión sobre sus consecuencias, de poner este tema en las agendas públicas y, en últimas, de impulsar y fortalecer dinámicas educativas, comunitarias y sociales que nos permitan hacer de la comunicación una permanente constructora de nuevas posibilidades para quienes habitamos este planeta y una garante de la convivencia en medio de nuestras diferencias. Tal vez este sea el principal reto ético que enfrentamos en la comunicación actual en la perspectiva de mantener y recrear nuestra humanidad.
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