
Tatiana Bonilla
Artista y locutora. Psicóloga, Especialista en Derechos Humanos
Magister en. Estudios Internacionales y Magister en Periodismo
Madre, viajera y Olosha
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A veces pienso que los algoritmos están mejor programados para el fascismo que para la emancipación. Lo digo porque, en su lógica de control, vigilancia y uniformidad, parecen replicar las mismas estructuras de poder que someten la diferencia. Y cuando hablo de fascismo, me refiero a esa forma de gobierno surgida hace cerca de un siglo en Europa, que se sostiene en la idea de que un solo líder o grupo debe concentrar todo el poder, silenciando cualquier pensamiento disidente o gesto de rebeldía.
No porque el fascismo sea inteligente, ni mucho menos, sino porque su músculo emocional encaja perfectamente con las redes: rápido, visceral, simplista y siempre convencido de que lx otrx es el enemigx. Y ahí estamos, nosotrxs, jugando el mismo juego… pero creyendo que somos lxs buenxs.
Sé que suena duro decirlo, pero hay una generación entera de antirracistas que, sin darse cuenta, está sirviendo el café y las galletas a las derechas más elegantes de nuestra época. No por malicia, sino por pura falta de lectura, literalmente. Y, claro, si una se atreve a decirlo, llega la inquisición digital: medirán tu nivel de melanina, tu grado de feminismo, tu índice de sufrimiento y la cantidad de opresiones acumuladas. Todo, menos leer o debatir la idea.
En Colombia, el antirracismo de Instagram se parece más a un producto de mercadeo que a una praxis política: slogans vacíos, consignas importadas de contextos gringos, hashtags convertidos en identidad. Mientras tanto, los mismos capitales que despojan, contaminan y privatizan el agua financian campañas de “diversidad e inclusión”. El capitalismo, ese animal astuto, aprendió rápido que no necesita desaparecer los discursos decoloniales: basta con vaciarlos de contenido y venderlos en camisetas.
Hemos llegado al punto en que la lucha política se mide por el nivel de autenticidad del dolor. Ser “legítimx” en redes significa haber sufrido lo suficiente, pero no tanto como para dejar de postear. Las políticas de la identidad, tan necesarias en su origen, se han convertido en un desfile de narcisismos donde lo nominal reemplaza lo estructural.
En lugar de preguntarnos por la redistribución del poder y la riqueza, discutimos cómo nombrar el color exacto de la opresión. Porque, claro, exigir reformas fiscales o desmantelar monopolios resulta infinitamente más incómodo que debatir si se dice afrodescendiente o negro. Mientras la izquierda se desangra en guerras de lenguaje, los banqueros no pierden un minuto de sueño.
La culpa y la cancelación: el nuevo sacramento
El discurso woke convirtió la culpa en una forma de capital moral y el perdón en un privilegio reservado solo para quienes piensan igual. No se dialoga: se sentencia. No se construye: se expulsa. Y esa lógica binaria, donde solo existen lxs purxs y lxs impuros, es justamente lo que alimenta a los fascismos.
Es una ironía brutal: mientras creemos estar combatiendo el poder, reproducimos su misma arquitectura emocional. En el fondo, el capitalismo y el purismo moral comparten el mismo principio: o encajas o desapareces.
Las redes sociales son el coliseo moderno. Cada tuit es una piedra; cada historia, una batalla moral. No importa tener razón: importa performarla. El lenguaje de la indignación se volvió nuestra segunda lengua y nos está volviendo incapaces de dialogar. Nos alimentamos de la emoción más básica: la rabia. Y como estamos protegidxs tras la pantalla, ser cruel parece un acto de justicia. El resultado es devastador: una izquierda fragmentada, movimientos sociales convertidos en fandoms y algoritmos celebrando el rating del conflicto.
Las redes no nos están uniendo: nos están entrenando para odiar con estilo. Nos enseñaron que toda posición debe ser extrema y todo desacuerdo, exterminable. La “discusión pública” se volvió un circo de superioridades morales.
Y lo más grave: nos está robando el tiempo, la paciencia y la posibilidad de pensar juntxs.
El antirracismo, el feminismo, las luchas decoloniales… todas corren el riesgo de volverse marcas antes que movimientos. Y cuando eso pasa, el fascismo no necesita imponerse: simplemente se disfraza de justicia.
Quizás lo que necesitamos no es más “activismo de pantalla completa”, sino menos miedo a disentir, menos ego y más lectura. Porque la revolución no será televisada, ni mucho menos posteada. Será leída, discutida y vivida: en la calle, entre cuerpos, con toda la complejidad y la ternura que el algoritmo no puede procesar.
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