
Gustavo Melo Barrera
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Cali, la “Sucursal del Cielo”, parece haberse quedado sin alas. Lo que una vez fue símbolo de cultura, salsa, diversidad y pujanza económica, hoy se asemeja más a un territorio sitiado por múltiples enemigos: la criminalidad desbordada, la corrupción enquistada y la desidia de una administración local incapaz de ofrecer respuestas. La pregunta que resuena en las calles es inevitable: ¿quién está asesinando a Cali?
Una ciudad bajo fuego
En los últimos meses, la capital del Valle ha sido escenario de una ola de terror: carros bomba, sicariatos a plena luz del día y atracos a cualquier hora. Los hechos, lejos de ser aislados, configuran un patrón: la ciudad vive bajo la lógica del miedo. Los caleños ya no planifican su día en función de sus actividades, sino de la inseguridad. El reloj no marca solo horas, sino probabilidades de riesgo: ¿es seguro salir ahora? ¿es mejor esperar? ¿es preferible no hacerlo?
El alcalde fantasma
El principal rostro de esa ausencia es el del propio alcalde. La percepción ciudadana es clara: se trata de un gobernante invisible. Sus apariciones públicas son escasas, sus decisiones inconsistentes, y su desconexión con la realidad, evidente.
En barrios donde las calles permanecen rotas por meses, donde las obras quedan inconclusas y donde el alumbrado público se apaga sin que nadie responda, la administración local brilla por su inexistencia. Mientras tanto, los recursos públicos se diluyen en una burocracia que parece tener como principal objetivo sostener cuotas políticas y contratos clientelistas.
Cali se gobierna por inercia, y en esa inercia, la ciudad se hunde.
Corrupción con acento caleño
La corrupción en la alcaldía de Cali es una certeza compartida por la ciudadanía. Las secretarías funcionan como feudos particulares, donde los funcionarios de planta y los contratistas operan en beneficio propio.
En materia de obras públicas, la situación es aún más evidente: contratos inflados, mantenimientos que nunca se realizan, calles que permanecen convertidas en trampas mortales para vehículos y peatones. Lo que debería ser infraestructura al servicio de la ciudad termina siendo un negocio privado con recursos públicos.
Y mientras los ciudadanos esquivan huecos, lidian con trancones y soportan calles semiderruidas, en los despachos oficiales las cifras cuadran como si nada pasara.
El terror de los agentes de tránsito
En medio de este panorama, los agentes de tránsito se han convertido en un símbolo de abuso. Para los caleños, no son garantes del orden vial, sino un ejército paralelo que opera bajo la lógica de la extorsión. Multas arbitrarias, retenes ilegales, acoso constante al ciudadano de a pie y a los conductores: sus prácticas se perciben más cercanas a las de un grupo delincuencial que a las de funcionarios públicos.
El dedo apunta al secretario de Movilidad, señalado como un funcionario corrupto y sin control, que ha permitido que la secretaría se transforme en una máquina de recaudo ilegal. Lo que debería ser una oficina para organizar la movilidad urbana terminó convertida en una estructura que asfixia a la ciudadanía mientras la ciudad permanece sumida en un caos vehicular permanente.
Policía: autoridad ausente y abusiva
La otra cara del descontento ciudadano está en la Policía. En Cali, la paradoja es grotesca: no aparece cuando se le requiere, pero abunda en operativos de dudosa legalidad.
Los videos que circulan en redes sociales muestran episodios de exceso de autoridad, allanamientos sin justificación, detenciones arbitrarias. Mientras tanto, en los barrios populares, el clamor es siempre el mismo: “la Policía nunca llega cuando la llamamos”. La brecha entre lo que debería ser la fuerza pública y lo que realmente representa para la ciudadanía se hace cada vez más amplia.
La sucursal del cielo convertida en la puerta del infierno
La metáfora que alguna vez dio orgullo a los caleños se ha invertido. Hoy, más que sucursal del cielo, la ciudad parece la puerta del infierno. La combinación de criminalidad, corrupción, ineficiencia y abuso de poder ha creado un ecosistema donde la desesperanza se normaliza.
El ciudadano común, que debería estar pensando en cómo mejorar su calidad de vida, vive en modo supervivencia. El miedo no solo es a los delincuentes que acechan en cada esquina, sino también al funcionario corrupto, al agente de tránsito abusivo, al policía desbordado en sus excesos.
La paciencia al límite
La gran pregunta no es solo quién asesina a Cali, sino cuánto más podrá soportar la ciudadanía antes de que se produzca un estallido social de magnitudes imprevisibles.
¿Resignación o reacción?
La respuesta a la crisis no puede ser la resignación. Cali aún puede salvarse, pero no con paños de agua tibia ni con alcaldes ausentes. Se requiere un liderazgo real, transparencia radical, una Policía que entienda que su autoridad se construye con confianza y no con miedo, y una ciudadanía que deje de aceptar como normal lo que es, en realidad, inaceptable.
Porque si algo está claro es que Cali no la está asesinando un solo actor. La están asesinando entre muchos, y cada día que pasa sin reacción, los verdugos se multiplican.
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