
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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X: @Solano
Especial para El Quinto
Cada 22 de mayo, conmemoramos el Día Internacional de la Diversidad Biológica, y como ocurre con tantas fechas simbólicas, abundan los discursos rimbombantes y las infografías en redes sociales sobre la fortuna de vivir en uno de los países megadiversos del planeta. Colombia, con su asombroso número de especies de aves, mamíferos, ranas, orquídeas y mariposas, se pavonea ante el mundo como un paraíso natural. Y sí, lo es. Pero no basta con presumirlo.
Porque mientras celebramos con fervor nuestra riqueza biológica, parecemos no tener la misma disposición para aceptar, entender o convivir con la otra gran riqueza que habita en nuestro territorio: la diversidad humana.
Somos un país de regiones, con expresiones culturales, lingüísticas y étnicas distintas. Y, como todas las especies, los seres humanos también nos adaptamos según el entorno. Por eso existen diferencias en nuestras costumbres, en nuestra forma de hablar, en nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza, en la forma en que llamamos a una fruta. El genotipo —esa información genética que heredamos— y el fenotipo —la expresión visible de esos genes influenciada por el ambiente— nos hacen únicos, pero también nos deberían hacer más comprensivos con las diferencias del otro.
Sin embargo, la realidad es otra. Celebramos las especies endémicas, pero discriminamos a los pueblos indígenas. Valoramos las selvas, pero estigmatizamos a sus comunidades. Nos emocionamos con la posibilidad de que Colombia sea destino ecoturístico mundial, pero seguimos arrojando basuras a los ríos, convirtiendo las quebradas en cloacas y arrinconando al pescador artesanal.
¿De qué nos sirve presumir que tenemos más de 1.900 especies de aves si la mayoría no sabríamos reconocer ni tres de ellas? ¿De qué sirve que hablemos con orgullo de nuestros dos océanos y cientos de ríos si seguimos contaminándolos y desperdiciando su agua como si fuera inagotable? ¿Cómo es posible que seamos defensores de la diversidad natural y, al mismo tiempo, enemigos de la diversidad cultural?
La respuesta es simple: no basta con reconocer la diversidad. Hay que respetarla, protegerla, convivir con ella. Porque no hay biodiversidad sin inclusión. No hay conservación sin equidad. Y no hay país megadiverso si quienes lo habitan no logran verse reflejados y valorados en ese mismo espejo.
Hoy, más que aplaudir nuestras cifras biológicas, deberíamos preguntarnos cómo lograr una sociedad que valore también la diversidad humana con la misma fuerza con la que presume su riqueza natural. Porque no hay especie más peligrosa para este planeta que la que se cree superior al resto. Ni más incoherente que la que defiende la vida de todos los seres, menos la de sus semejantes. Como lo he dicho en otras columnas, existimos pese a nosotros mismos.
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