
Gustavo Melo Barrera
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En un universo paralelo —quizás a tres giros de galaxia de aquí— Gustavo Petro gobernó sin que lo interrumpieran cada tres minutos con titulares de “escándalo”, marchas con más cámaras que asistentes y estrategias parlamentarias dignas de un manual de sabotaje. En esa otra Colombia, las reformas prometidas no fueron mutiladas por comisiones de bolsillo ni archivadas con la elegancia burocrática de un expediente que se “extravía” en un cajón.
Pero tranquilos, queridos lectores: ese universo no es el nuestro. Aquí, en la Colombia real, preferimos mantener el modelo que tanto nos ha servido… si por “servir” entendemos enriquecer a una élite de políticos de siempre, empresarios de apellido viejo y jueces con contactos estratégicos.
En el mundo que no fue, la reforma de salud acabó con las EPS como botín privado. La atención se volvió digna, los médicos dejaron de ser esclavos de metas de facturación y las clínicas dejaron de tratar la salud como un negocio de especulación. Pero en nuestra línea temporal, las EPS siguen floreciendo, los pacientes siguen rezando para que no les den la cita cuando ya es tarde, y las multinacionales del medicamento celebran dividendos mientras nos venden acetaminofén a precio de importación suiza.
La reforma laboral —esa gran amenaza para la “libertad de empresa”— otorgó estabilidad, aumentó salarios y eliminó el régimen de “colabore y agradezca que le estamos pagando”. En la Colombia real, seguimos aplaudiendo la contratación por prestación de servicios para trabajos permanentes y escuchando a gremios empresariales advertir que pagar derechos laborales “arruinaría la economía”. Traducción: reduciría el presupuesto para la tercera finca en Anapoima.
La reforma pensional, en la versión alternativa, hizo que nuestros abuelos no dependieran de bonos de 80 mil pesos y comida enlatada de programas asistenciales. Recibieron pensiones dignas y se convirtieron en turistas felices. Aquí, en cambio, seguimos viendo ancianos trabajando como vigilantes nocturnos o vendiendo dulces en TransMilenio mientras el capital privado se embolsa miles de millones de cotizaciones “administradas”.
¿Por qué nunca vimos esa Colombia? Porque, según nos dijeron, había que salvar al país… del cambio.
Y para eso, el Congreso jugó su rol histórico: el arte fino de no hacer nada salvo impedir que alguien más lo haga. Las bancadas uribistas se declararon en resistencia absoluta, una especie de “paro legislativo patriótico” disfrazado de defensa de la democracia. Y no estuvieron solas: algunos partidos de izquierda, esos que en campaña prometieron “defender el cambio”, descubrieron que era más rentable sumarse a la parálisis. El negocio estaba en seguir vivos políticamente, no en arriesgarse a que el cambio realmente ocurriera y dejara sin discurso a medio país.
Las altas cortes, con un olfato político que ya envidiaría un zorro viejo, intervinieron lo justo para mantener el suspenso, frenando, dilatando y “analizando” proyectos clave hasta que la opinión pública se cansó.
Y en la calle, el show paralelo: marchas ciudadanas que no eran tan ciudadanas. Pancartas de “Fuera Petro” impresas en tipografía corporativa, caravanas de buses financiadas por empresarios indignados con la idea de pagar impuestos y hasta refrigerios para los asistentes… porque indignarse da hambre. Los lemas, eso sí, eran de antología: “Todo siga igual”, “Defendamos lo que tenemos” y “No me quiten mi miseria, ya me acostumbré”.
El uribismo jugó su papel con precisión quirúrgica: moldear la indignación para que pareciera espontánea, alimentar la narrativa de un país al borde del abismo (aunque llevemos décadas en él) y recordarle al ciudadano de a pie que cualquier cosa distinta al statu quo es comunismo tropical. Mientras tanto, en las redes sociales, ejércitos de cuentas anónimas repetían como eco digital las consignas oficiales, y cualquier mención a las reformas se respondía con un video viejo de Maduro o un meme con la palabra “castrochavismo” escrita en Comic Sans.
No faltaron los camaleones políticos, esos que ayer defendían las reformas y hoy marchan contra ellas. Los que entienden que en Colombia el verdadero talento no está en gobernar ni legislar, sino en cambiar de discurso con la misma velocidad con la que cambian de chaqueta en la misa del domingo.
Y aquí estamos, celebrando que nada cambió. Las EPS siguen, las pensiones siguen igual, los contratos basura siguen, los paraísos fiscales siguen llenos, y el Congreso sigue siendo el club más exclusivo para vivir del erario. La inflación se combate con cadenas de WhatsApp, la seguridad con más cámaras que policías, y la corrupción con “comisiones investigadoras” que no investigan nada.
La Colombia que pudo ser se quedó en los discursos. Y la que tenemos, esa sí es bien real: una maquinaria que funciona a la perfección para garantizar que la desigualdad no se toque, que los negocios sucios no se ventilen y que el cambio, si llega, sea para peor.
Pero tranquilos: nos dijeron que era por nuestro bien.
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