
Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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Hace un tiempo estuve publicando un texto que hoy traigo a la memoria, que recuerda aquello de la pantomima de la independencia.
Mientras muchos de ustedes sienten que hay clasismo en la crítica musical, en Puerto Escondido, Córdoba, está el señor José Landero, acordeonero que vive en una casa de piso de tierra y que, a sus 94 años, camina a paso lento entonando una canción bajo el mandato de un acordeón que poco sabe de espectáculos y mucho menos de shows.
Ustedes, quizá, no lo conozcan. Claro, porque las estrategias de marketing del capitalismo les han hecho creer que llenar estadios inundados de éxitos del momento es la manera de reivindicar la cultura “latina”: canciones urbanas, incluyentes y vestimenta con estética social de escasos recursos. Cultura en la que el referente es un injerto anglosajón, lleno de arrogancia, juegos de luces y sonidos estrábicos, vendido a nosotros como aporte importantísimo a una causa social, siendo que, en verdad es un dictado del capitalismo progresista, que les hace creer que son lo máximo por cantar groserías a todo pulmón.
Landero, mientras tanto, compone e interpreta un legado histórico musical que está en vía de extinción. Al señor José lo conocen en su pueblo, un pueblo víctima del paramilitarismo. Allá también se escucha reguetón, pero se defiende su folclor y se lo sostiene con el Festival del Bullerengue, festival que no tiene toda la logística de grandes conciertos en estadios sagrados repletos de gente.
Mientras ustedes sienten que una cantante de género urbano es feminista, las cantoras del bullerengue vienen ejerciendo -desde el siglo XVIII- un respeto por sus raíces africanas. Lo tienen como ritual, sin recibir tanta atención y más bien cada vez más lejos de ser conocidas por la actual y las próximas generaciones.
Pero claro, ¿cómo van a saber quién es José Landero si su historia no viene con coreografía ni se graba en vertical?
¿Cómo van a entender el bullerengue si les enseñaron que el tambor es folclor barato y que lo verdaderamente “latino” es sonar como un remix producido en Miami?
Nos siguen colonizando, pero ahora lo llaman “industria”.
No hay cadenas, hay contratos.
No hay virreyes, hay managers.
No hay invasores: ahora los celebramos, los premiamos, les hacemos reverencias digitales y hasta les pedimos que por favor nos validen.
Y lo hacen, claro: con premios diseñados en estudios con vista al Hudson, con listas de reproducción que dictan el gusto desde Silicon Valley, con nombres artísticos calibrados para sonar bien en inglés, y con espectáculos producidos por plataformas cuya propiedad intelectual y económica pertenece a conglomerados dirigidos, sí, por disqueras sionistas, que han convertido la música en un arma de homogeneización cultural global.
Karol G.
¿Karol de dónde? ¿G (yi) de qué?
De Colombia queda el escote con bandera, el tatuaje conveniente, el “bichota” importado.
Todo lo demás: empaquetado, estilizado, esterilizado para su consumo masivo.
¿Y nosotros? Aplaudiendo la simulación. Creyendo que eso nos representa.
Porque nos enseñaron que lo hispánico es atraso, que el barroco es ridículo, que el idioma es flexible solo si se deforma.
Que hablar con acento es un defecto. Que pensar desde la raíz es una desventaja.
Y lo creímos, como buenos alumnos del “progreso”.
Por eso nos avergüenza el acordeón y adoramos el autotune.
Por eso decimos “latino” como si fuera una identidad y no una categoría de mercado.
Por eso bailamos sin saber lo que decimos, y gritamos “libertad” mientras obedecemos playlists programadas.
¿Independencia?
La de Bolívar, sí. El mismo que juró lealtad a la corona inglesa mientras hablaba de libertad.
Una independencia administrada, dirigida y teledirigida por intereses británicos. Los mismos que arrasaron con tribus indígenas en el territorio norteamericano.
La misma que celebramos cada año como si hubiésemos roto cadenas, cuando en realidad solo cambiamos de amo.
El Imperio español fue sustituido por un orden aún más eficiente: el imperio anglosajón del espectáculo, del algoritmo, de la mercancía cultural.
Porque sí: la independencia nunca llegó.
Y si alguna vez tocó la puerta, la hicieron callar en inglés.
Bolívar traicionó la historia antes de que el continente supiera cómo nombrarse. Y desde entonces, hemos confundido bandera con soberanía, idioma con libertad, espectáculo con identidad.
Y hoy, con el nombre cambiado, con el acento neutralizado, con la estética preaprobada por plataformas extranjeras, seguimos creyendo que elegimos lo que celebramos.
Pero no. Nos lo impusieron.
Y lo abrazamos con entusiasmo.
Porque la nueva esclavitud no se impone con látigos.
Se instala con ídolos, con frases motivacionales en inglés, y con artistas que, para ser aceptados, deben olvidarse de quiénes son. Instrumentalizados por políticas progresistas.
La verdadera conquista no fue territorial.
Fue simbólica.
Y entonces nos fragmentaron, nos dispersaron.
Nos quitaron la idea de imperio, nos hicieron odiar nuestra tradición.
Nos vendieron la leyenda negra para que les abriéramos la puerta a sus luces y sus pantallas.
Nos dijeron que éramos libres… y lo fuimos:
libres para consumir lo que ellos producen,
libres para repetir lo que ellos escriben,
libres para olvidar lo que alguna vez fuimos.
Y fue tan eficaz, que hoy no hace falta ningún conquistador.
Nos conquistamos solos.
Llenamos estadios para cantar cómo se prostituye el idioma.
Aplaudimos letras vacías con ritmo infeccioso, creyendo que ahí hay verdad.
Confundimos obscenidad con libertad, ruido con arte, viralidad con mérito.
Y allá, en Puerto Escondido, José Landero sigue tocando.
Sin autotune.
Sin Spotify.
Sin patrocinio.
Solo una voz. Un acordeón. Un país que no lo ve.
Una voz que no pidió permiso para existir.
Una voz que, aunque ustedes ya no escuchen, todavía no se ha arrodillado.
Y no, esto no es una casualidad histórica. No es una “evolución cultural” ni una anécdota del mercado.
Es el resultado de una operación profunda, sistemática y sostenida de desposesión simbólica.
Lo que el materialismo filosófico entiende como reconducción ideológica: una vez eliminadas las estructuras visibles del dominio, la colonia formal, la monarquía, el ejército extranjero, el poder se reconduce al interior de las conciencias, se transforma en deseo, en admiración, en consumo.
Y eso es lo más peligroso de todo: ya no hay necesidad de opresión cuando el oprimido cree que ha elegido su lugar.
Lo anglo, como proyecto civilizatorio, no vino a dialogar con nosotros. Vino a sustituirnos.
Pero no a través de una guerra convencional, sino por medio de una guerra epistemológica:
borraron nuestros referentes culturales, nos vaciaron de herencia y nos llenaron de industria.
Y mientras discutimos si una artista “nos representa”, perdemos de vista que lo que representa no es un país, ni una cultura, ni una historia, sino la eficacia misma del sistema que nos reprogramó para aplaudir nuestra subordinación.
Ese es el corazón del problema: no sabemos que estamos colonizados porque nos enseñaron a llamar “libertad” a la obediencia disfrazada de éxito.
Y así se perpetúa la farsa de la independencia:
en nombres anglosajones con bandera nacional,
en acentos neutros aplaudidos como sofisticación,
en espectáculos masivos donde la raíz no está ausente: está negada.
Lo anglo no vino a dialogar. Vino a sustituir, no con ejércitos, sino con contenidos:
una guerra epistemológica que vació nuestras referencias culturales y las llenó con signos de mercado.
La hegemonía no necesita imponerse por la fuerza cuando se vuelve sentido común.
Y hoy el sentido común de América Latina (cuando bien debería llamarse Hispanoamérica) se pronuncia en inglés, se produce en el Norte, se distribuye desde plataformas globales y se reproduce en bocas que, sin saberlo, han olvidado cómo se decía dignidad.
La raíz no está ausente. Está negada.
No fuimos derrotados por la fuerza.
Fuimos convencidos y reconvertidos ideológicamente.
Y eso, históricamente, es más eficaz que cualquier ejército.
Y aquí estamos: en medio de un siglo XXI donde Estados Unidos, China y Rusia se disputan el control del mundo, no solo económico sino también cultural, mientras nosotros, los hispanos, seguimos dispersos, fragmentados, sin una identidad común, sin una memoria compartida, aplaudiendo aquello que nos disuelve.
Han pasado 206 años desde que nos declaramos independientes.
¿Independientes de qué? Si fue precisamente entonces cuando comenzamos a desangrarnos.
Abandonamos el imperio que nos dio lengua, estructura y sentido, para entregarnos voluntariamente al imperio que nos dio premios, contratos y desarraigo.
Eso no fue libertad. Fue la rendición más brillante del proyecto anglosajón: convertirnos en consumidores agradecidos de nuestra propia ruina.
Nos dijeron que debíamos independizarnos, pero no estábamos esclavizados.
Lo estuvimos después, cuando dejamos de ser hispanos para volvernos colonias del inglés sin corona, sin ejército y sin bandera.
Eso no fue independencia: fue la rendición más sutil de toda nuestra historia.
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