
Víctor de Currea-Lugo
Médico, periodista, internacionalista, trabajador humanitario y profesor
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El problema es que el DIH complace a la esperanza y el deseo, pero no encaja con la realidad como quisiéramos. El famoso Derecho Internacional Humanitario (DIH) o Convenios de Ginebra; ese mismo que los españoles traducen mal hablando de “Convenciones”; ese mismo que invocan muchos actores armados; ese mismo que la gente cita hasta para hablar de problemas culinarios donde no hay guerra, pues tiene más de mito que de realidad.
El derecho humanitario no prohíbe la guerra, sino que la regula. Esa es su función esencial y su ámbito de aplicación. Por tanto, matar a su enemigo, atacar una patrulla, emboscar una unidad militar, tomar por asalto una base militar del enemigo y todas esas cosas son permitidas en el DIH.
De hecho, uno de sus primeros problemas es suponer que el DIH se puede invocar para construir paz. Incluso, cuando los pacifistas piden aplicación del DIH y paz, al mismo tiempo, es una gran contradicción.
Y hay otro problema cuando el DIH cae en manos de los pacifistas: prohíben todo aquello que el DIH autoriza, lo que es muy común en la sociedad colombiana llevada por los titulares y no por el conocimiento.
El DIH nació para regular guerras entre Estados, lo que supone que el sujeto político llamado Estado tiene una agenda política y que sustrae de dicha agenda a sus Fuerzas Armadas, su organización militar.
Estas normas se adoptaron con poca precisión y con mucho de deseo a los llamados conflictos armados internos, es decir, a las revueltas armadas, guerras civiles, insurrecciones y revoluciones.
Hubo muchísimos problemas para definir que era un Grupo Armado Organizado (GAO). Aunque su definición es clara y no es un descrédito, sino una descripción, llamar a un grupo GAO, se volvió en Colombia una ofensa. Así lo ve el ELN.
Otro tema es que, en los conflictos armados internos, la división entre lo político y lo militar no existe. Muchas organizaciones son al tiempo una propuesta política de cómo administrar la polis (así no nos guste, eso es una agenda política) y una serie de acciones militares (que no siempre se pueden caracterizar de terrorismo).
El DIH no exige a ningún grupo armado ni siquiera que tenga una agenda política, sino simplemente que sea un grupo, que esté armado y que esté organizado; lo demás son suposiciones. En ninguna Norma del DIH dice que debe tener una agenda política o religiosa o cultural, de tal o cual tipo, para poder ser considerado actor de un conflicto armado.
El problema es mayor cuando las partes en conflicto se reducen, por un lado, a las Fuerzas Armadas del Estado y, por el otro, a los combatientes de los GAO. Estos últimos, en puridad, se llaman “participantes directos de las hostilidades”.
El Estado tiene unos deberes diplomáticos burocráticos y jurídicos de juzgar a las partes. Pero, como parte del conflicto, más que el Estado, se considera a los miembros de sus Fuerzas Armadas.
En el caso de los grupos armados se asume que todos sus integrantes son combatientes o, si prefieren, participantes directos en las hostilidades. Es decir, estamos en un escenario en el cual un integrante de un grupo guerrillero no puede desligarse, ni simbólica ni social ni jurídicamente, del accionar militar del grupo.
¿Cuál es el problema? No es solo de su valoración jurídica exegética, sino que el rebelde, el revolucionario, el resistente (así como cualquier otro nombre parecido) deja de serlo para convertirse en “combatiente”.
Deja de ser un rebelde, un sujeto político-militar, una persona con agenda (más allá de lo que digan sus opositores) y reducido a sus armas (a la luz del DIH). Su responsabilidad y su accionar se reduce a lo que se haga o deje de hacerse en las hostilidades.
Y, en consecuencia, las rebeliones y las insurrecciones de todo tipo se han convertido simple y llanamente en conflictos armados internos. Como solo nos movemos en el ámbito del DIH, las causas no son relevantes que el DIH no contempla.
Aunque debemos entender que el DIH se complementa con otras normas, este se ha convertido en la única fuente para leer y analizar un conflicto armado. Especialmente en países como el nuestro, en el que creemos que la guerra y la paz son solo asuntos jurídicos.
Una vez tenemos construido el “combatiente” aséptico, negamos su contexto político y las causas que lo mueven. Las únicas causas que se reconocen son “su cultura” (lo que alega Mary Kaldor) o “su avaricia” (como dice Paul Collier). Así, el actor armado sólo tiene contexto cuando ese contexto es condenable o, por lo menos, censurable.
El combatiente tampoco es sujeto de ninguna reflexión ética, es de entrada condenable. A esto ha contribuido un creciente pacifismo ingenuo (o perverso) que condena tanto la loable resistencia francesa peleando contra el nazismo o la resistencia de Palestina peleando contra el sionismo.
Después viene la segunda fase: creer que la guerra y la paz son solo asuntos jurídicos y no políticos. Por eso, la resolución de conflictos se reduce a la atención jurídica de las consecuencias de las guerras, no a las causas; estas últimas (repito) fueron excluidas por el análisis desde el DIH. Eso se llama “justicia transicional”.
Ya sé que los crímenes de guerra deben ser juzgados y sé que es inexcusable el asesinato de personas civiles. Aprovecho para decir que no existe la categoría de “civil inocente”, que tanto les gusta a los moralistas; también para precisar que los varones civiles también son civiles (aunque les moleste mucho a algunas sectas).
La justicia transicional mira las consecuencias de las guerras en materia de derechos humanos, pero solo de los llamados “derechos civiles y políticos”; no se habla de los “derechos económicos y sociales” como parte de las causas. Esta categorización jerárquica de dos tipos de derechos ha sido alimentada por las mismas ONG de derechos humanos.
La justicia transicional se reduce, esencialmente, a juzgar y condenar a los antiguos rebeldes reducidos a combatientes y, ahora, a potenciales criminales de guerra. En esa linealidad, en las rebeliones no hay luchadores o resistentes frente al poder, sino potenciales criminales, sin banderas justas.
No justifico los crímenes de guerra, pero los conflictos armados no tienen solo esta dimensión. Es posible (aunque algunos no lo crean) que hasta los victimarios pueden tener razón; difícil sostener esto en un contexto en el que todo lo que digan los victimarios, por definición, es mentira, salvo que hagan una confesión absoluta.
Al rebelde se le niega la libertad de expresión y la validez de sus agendas; se le examina de manera reducida solo a través de sus crímenes. Así caemos en la trampa de ver las guerras bajo una lógica exclusivamente jurídica y, si me permiten, judeocristiana del pecado y el castigo, por acción o por omisión.
PD1: En el caso colombiano hay una perversión añadida: a las FARC en la JEP se les juzga de arriba hacia abajo; es decir, se asume que todos los potenciales crímenes de guerra son responsabilidad de la dirigencia guerrillera; mientras que a las Fuerzas Armadas se les juzga de abajo hacia arriba. Ya sé que hay generales procesados, pero el punto de partida es un mecanismo desigual.
PD2: A pesar de que una de esas cortes que tanto se aplaude, la Corte Penal Internacional, diga que ninguna persona está exenta de ser juzgada, nuestra Justicia Especial para la Paz excluye procesar a los presidentes, lo que es contrario al derecho penal internacional que tanto se invoca.
Por eso, el DIH debería ser valorado según su naturaleza y su ámbito de aplicación, pero en Colombia gozamos inventándonos un DIH del tamaño de nuestras subjetividades, porque lo importante no es la norma en sí, sino lo políticamente correcto.
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