El eco eterno del rock y la balada romántica

Gustavo Melo Barrera
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Han pasado más de cinco décadas desde que los riffs de guitarra y los acordes de piano marcaron el pulso de generaciones enteras. Las estrellas del rock de los años 60, 70 y 80 —algunas ya convertidas en leyenda, otras aún de pie sobre el escenario— viven hoy una vida marcada por el contraste entre la nostalgia y la vigencia. Muchos han tenido que enfrentar los estragos de la edad y las cicatrices de una vida intensa, pero siguen siendo íconos de millones que crecieron con su música.
Mick Jagger, con más de 80 años, continúa saltando sobre los escenarios con los Rolling Stones, desafiando el paso del tiempo y recordándonos que el rock, más que un género, fue siempre un estilo de vida. Paul McCartney aún compone y se reinventa, demostrando que la música puede ser un motor de longevidad y una fuente inagotable de creatividad. Ozzy Osbourne, en cambio, batalla con problemas de salud que lo obligaron a bajarse de los tours, aunque su figura sigue siendo reverenciada por fanáticos que lo llaman “el príncipe eterno del rock”.
La resistencia de estos gigantes no es solo física, sino cultural. Ellos son la memoria viva de una época en la que la música se convirtió en revolución, en protesta, en confesión íntima y en bandera generacional. Cada arruga en sus rostros y cada voz quebrada en el escenario son cicatrices de guerra: batallas libradas contra el tiempo, las adicciones, las pérdidas y la industria misma.
En América Latina, las baladas románticas también guardan un lugar de oro en la memoria colectiva. José Luis Perales anunció su retiro de los escenarios, pero no de la música: sus letras siguen atravesando generaciones con la misma intensidad que en los años 70. En Colombia, figuras como Óscar Golden o Harold Orozco permanecen vivos en las páginas de la farándula, más como referentes de época que como artistas activos. Y aunque muchos otros quedaron en el olvido, sus canciones aún sobreviven en la nostalgia de quienes vivieron esa época, evocando noches de serenatas, de radios a todo volumen en la sala familiar, o de amores que se juraban eternos al compás de un bolero pop.
La diferencia entre el ayer y el hoy es clara. La música de entonces construía identidades colectivas, enamoraba sin filtros, marcaba momentos vitales. La de ahora —fragmentada, viral, consumida en segundos en redes sociales— difícilmente logra ese mismo arraigo. Hoy, una canción puede acumular millones de reproducciones en 24 horas y desaparecer de la memoria colectiva una semana después. Pero “Yesterday”, “Stairway to Heaven” o “¿Y cómo es él?” siguen ahí, flotando en el inconsciente cultural como si fueran tatuajes sonoros imposibles de borrar.
Esa resistencia también se debe a los guardianes del sonido. Emisoras digitales, DJ y programadores radiales se niegan a dejar morir ese repertorio. Armando Plata Camacho, Jimmy Reisback, Carlos Pinzón, Alfonso Lizarazo, y nuevas generaciones que impulsan espacios digitales como *Melodía para dos*, han mantenido vivas las baladas y el rock clásico en programas que funcionan como cápsulas del tiempo. Son coleccionistas de memoria, curadores de una herencia cultural que hoy se considera patrimonio afectivo de varias generaciones.
La nostalgia, entonces, se convierte en puente. No es solo mirar atrás con melancolía, sino constatar que esas canciones siguen funcionando como rituales familiares y sociales. Padres que le heredan a sus hijos la devoción por The Beatles o por José José, jóvenes que descubren a Queen gracias a un biopic de Hollywood, abuelos que sonríen al ver a sus nietos cantar en TikTok la misma letra que ellos corearon en Woodstock o en Viña del Mar.
Los fans lo confirman con frases que parecen pequeñas cápsulas de eternidad:
“Cada vez que escucho a los Stones siento que tengo 20 años otra vez” —Marta, 68 años, Medellín.
“Yo nací en 2001, pero *Let it Be* es mi canción favorita; la siento mía” —Andrés, 23 años, Bogotá.
“A mi papá le brillan los ojos cuando suena José José; gracias a él yo también lo escucho” —Valeria, 19 años, Lima.
“Esa música nos marcó para siempre, nos hizo sentir vivos en un mundo que todavía tenía sueños colectivos” —Jorge, 72 años, Buenos Aires.
Esa es, quizás, la clave de esta música: más que melodías, son cápsulas emocionales. La música que nació para romper moldes, enamorar y hacer soñar, sigue latiendo en quienes la vivieron y en quienes la descubren por primera vez.
No importa cuántas décadas pasen: el rock y las baladas románticas del ayer no son reliquias, sino una banda sonora universal, una herencia emocional que resiste al tiempo. Y aunque los dioses envejezcan, la música —esa música— nunca muere.


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