
Gustavo Melo Barrera
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En un mundo al revés, Colombia —ese país tantas veces retratado como rehén de la corrupción, la violencia y la impunidad— ha terminado por dar una clase magistral de justicia a la democracia más poderosa del planeta: los Estados Unidos de América.
Álvaro Uribe Vélez, exmandatario colombiano, símbolo del poder duro, del antiterrorismo sin freno y del control sobre las instituciones, ha sido hallado culpable en un proceso judicial que duró casi dos décadas. El caso que lo alcanza no es menor: fabricación de testigos falsos, manipulación de procesos judiciales y presiones contra opositores. Todo un entramado de impunidad que, sin embargo, la justicia colombiana logró desmontar.
Y mientras en Bogotá se marca un antes y un después en la lucha contra los intocables, en Washington se consolida una paradoja grotesca: Donald J. Trump, presidente reelecto de los Estados Unidos, sigue evadiendo la justicia mientras ocupa nuevamente la Oficina Oval.
Trump no solo enfrenta una montaña de investigaciones, imputaciones y condenas civiles. Está imputado por conspirar para alterar los resultados de las elecciones de 2020, por obstruir investigaciones federales, por retener ilegalmente documentos clasificados y por falsificar registros contables en el famoso caso del pago a Stormy Daniels. También ha sido declarado civilmente responsable por abuso sexual y difamación en los juicios con E. Jean Carroll, y por fraude financiero multimillonario en Nueva York.
¿Y qué ha pasado? Nada.
La razón es simple, y profundamente inquietante: el presidente de Estados Unidos, mientras esté en funciones, goza de una especie de inmunidad de facto que ha permitido que todos los casos federales contra Trump sean archivados o suspendidos temporalmente. Las normas internas del Departamento de Justicia, reforzadas por una interpretación conservadora de la Constitución, dictan que no se puede procesar criminalmente a un presidente en ejercicio. De esta manera, la reelección de Trump se ha convertido en su escudo perfecto ante la ley.
Incluso los procesos estatales han sido virtualmente congelados. En Georgia, el caso por crimen organizado electoral bajo la ley RICO está estancado por conflictos internos en la fiscalía y por un entorno político profundamente hostil. En Nueva York, aunque ya fue condenado por delitos financieros en primera instancia, Trump no enfrenta ninguna consecuencia directa: la sentencia ha sido suspendida mientras apela, y ningún tribunal puede ejecutarla mientras él esté en el poder.
Todo esto plantea una inquietante reflexión: ¿cómo puede una democracia funcional permitir que un hombre acusado de múltiples crímenes, algunos cometidos durante su primer mandato, recupere el poder y lo utilice para bloquear el sistema judicial que lo investiga?
Lo que en Colombia ha sido considerado un acto de coraje institucional —enfrentar al expresidente más poderoso del país y declararlo culpable— en Estados Unidos se ha vuelto impensable. Trump no solo ha regresado a la presidencia, sino que ha usado su cargo para redibujar los límites del poder ejecutivo. Ha despedido fiscales, promovido jueces leales, intentado frenar investigaciones mediante órdenes ejecutivas, e incluso ha impulsado decretos que limitan la ciudadanía por nacimiento, provocando múltiples demandas constitucionales.
Más grave aún: se especula que planea indultar a aliados implicados en el asalto al Capitolio, consolidando así una estructura de impunidad política sin precedentes en la historia reciente de EE. UU.
En contraste, Colombia —con todas sus heridas, desigualdades y fragilidades— ha demostrado que cuando el poder judicial actúa con independencia, puede resistir las presiones de los caudillos, los partidos y los intereses económicos. Ha sido un proceso largo, lleno de obstáculos, pero ha dejado una lección imborrable: la justicia puede llegar, incluso cuando parecía imposible.
Mientras tanto, en Estados Unidos, el imperio del Derecho tambalea. La justicia se ve maniatada por tecnicismos, por una Corte Suprema ultra ideologizada y por una sociedad fracturada en torno a la figura de un líder que ha hecho de la confrontación su única doctrina.
No se trata de idealizar a Colombia, ni de afirmar que su sistema judicial es un ejemplo perfecto. Pero cuando se compara con el blindaje legal que hoy protege a Donald Trump, la decisión contra Uribe adquiere un peso simbólico demoledor.
Estados Unidos solía exportar democracia y justicia. Hoy, en cambio, debería mirar al sur con humildad y aprender. Porque lo que en el norte se disfraza de estabilidad institucional, cada vez más se parece a una democracia secuestrada por la figura de un hombre. Y lo que en el sur parecía una justicia capturada por las mafias del poder, ha terminado dando un ejemplo histórico de que la ley, si quiere, puede ser verdaderamente igual para todos.
Adenda: doble moral y presiones externas
El segundo mandato de Donald Trump no solo ha sido un desafío interno a la institucionalidad estadounidense; también ha dejado un peligroso precedente internacional. Varios miembros de su gabinete y congresistas republicanos han defendido abiertamente su impunidad, incluso presionando al Departamento de Justicia para que abandone procesos clave. Lo preocupante es que, al mismo tiempo, estos mismos actores exigen a gobiernos aliados de América Latina actuar con severidad contra supuestos infractores de la ley, muchos de ellos vinculados a procesos judiciales cuestionables o intereses geopolíticos.
Este doble rasero, donde se exige justicia selectiva fuera, pero se sabotea dentro, mina la credibilidad moral de Estados Unidos como garante del Estado de Derecho. No se puede predicar justicia mientras se protege al propio líder de la rendición de cuentas. La complicidad institucional con Trump no solo erosiona la democracia norteamericana, sino que envía un mensaje equivocado al mundo: que la ley es una herramienta política, no un principio universal. En ese espejo, América Latina ya no está sola. Y Colombia, por paradójico que suene, se convierte hoy en un faro de coherencia judicial donde antes solo había sombras.
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