cuando la ternura se convierte en ley

Sandra Campos L
Ecologista, abogada, máster en proyectos de ciudad. Directora del cuarto Seminario Internacional de Convivencia Planetaria: Construimos Biocivilitzación
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Vivimos un momento en que las palabras ya no bastan. Hace falta una arquitectura moral y jurídica que transforme la ternura en norma y la observación en responsabilidad. Francisco de Asís y Jane Goodall, separados por siglos y metodologías distintas, ofrecen juntos la brújula que necesitamos: uno canta la fraternidad, la otra la confirma con datos. Entre ambos se abre un camino -no religioso ni científico en exclusiva, sino civilizatorio- que exige nombrar a la vida por su verdadero estatuto: sujeto, no recurso.
Francisco nos enseñó a mirar el mundo como una comunidad de parentesco. Llamar hermano al lobo o hermana a la luna no era mera metáfora, era declarar una ontología de la relación. Esa intuición -la pertenencia radical al tejido vivo- vuelve hoy como urgencia ética: la Tierra ya no puede ser tratada como fondo ni los animales como mera utilidad. La encíclica “Laudato si” tradujo esa intuición en lenguaje contemporáneo, recordándonos que nadie se salva solo y que la crisis ecológica es, ante todo, crisis de sentido y relación.
Jane Goodall, con la paciencia del método y la ternura de la proximidad, nos enseñó que los otros sienten, recuerdan, sufren y aman. Los chimpancés no son datos asépticos, son biografías vivas que desmienten la jerarquía simple entre humano y animal. La ciencia, bien mirada, no enfría la compasión: la estructura y la confirma. Saber que un ser no humano es sujeto de vida, obliga a repensar nuestras leyes, nuestras economías y nuestras prácticas cotidianas.
La pregunta entonces se convierte en mandato: si la naturaleza ya es reconocida como sujeto en varios ordenamientos -si ríos y bosques han obtenido personalidad jurídica-, ¿qué coherencia jurídica puede sostener que los animales, que participan de los mismos ciclos y sentimientos, permanezcan excluidos? La respuesta legal y moral debe ser rotunda: reconocer a los animales como sujetos de derechos es coherencia, justicia y supervivencia.
Pero no se trata solamente de inscribir derechos en códigos. El verdadero cambio exige tres desplazamientos simultáneos. Primero, una transformación interior: pasar del orgullo del dominio al ejercicio fraterno del cuidado. Segundo, una praxis pública: instituir mecanismos de representación efectiva para los no humanos: guardianes jurídicos, consejos bioculturales, procedimientos que permitan la tutela real de intereses no humanos. Tercero, una economía de la regeneración: rediseñar incentivos para que la actividad humana favorezca la reproducción de la vida, no su agotamiento.
La biocivilización no es un concepto ornamental: es una visión multidimensional en la que hay coherencia entre pensamiento y acción. En su núcleo late el principio del Derecho de la Vida a la Vida: cada ser vivo tiene, por el mero hecho de existir y sentir, un reclamo moral y legal a persistir, a no ser instrumentalizado y a desarrollarse según sus modos de vida propios. Es un enunciado sencillo pero radical que reconfigura la soberanía humana: ya no somos amos, sino corresponsables.
Imaginemos el efecto práctico de esta apuesta: legislaciones que reconozcan a las especies como sujetos colectivos; procedimientos judiciales que admitan la representación de intereses no humanos; políticas públicas que prioricen hábitat y bienestar por encima de ganancias a corto plazo; educación que forme ciudadanos no sólo informados, sino emparentados con la biosfera. Todo ello sin caer en lo mítico ni en lo tecnocrático: con sentido crítico, rigor científico y una ética de la responsabilidad libertad y cuidado.
Finalmente, hay una exigencia estética y espiritual: si la ley no despierta amor, será letra muerta. Francisco nos recuerda la belleza de la devoción cotidiana; Goodall, la dignidad de la mirada sostenida. El Derecho de la Vida a la Vida debe ser una norma que nos eleve a una ciudadanía planetaria. Hoy, más que discursos, necesitamos actos coherentes. La Biocivilización no espera perfección inmediata; espera decisión. Decisión para inscribir la fraternidad en las constituciones, para otorgar voz a quienes no la tienen y para que la esperanza que Goodall propone sea práctica cotidiana.
Así, cuando la ley reconozca que la vida -toda vida- tiene dignidad y derechos, habremos dado un paso decisivo. No solo por los animales, sino por la continuidad de aquello que nos hace humanos en su mejor sentido: la capacidad de cuidar, entender y compartir un destino común.


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