
Edgar Yesid Achury
De Fusagasugá. Californiano por adopción. Apasionado por la geopolítica.
Ingeniero de alimentos, maestro quesero.
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Mi respuesta es sí. Hay políticos que sobreviven al poder, y hay otros que lo diseñan. Gavin Newsom, de 58 años, pertenece a esa segunda categoría, aunque sería un error verlo como un visionario impoluto o un reformista puro. Su historia no se escribe en los márgenes de la política estadounidense, sino en el corazón de un estado que ha aprendido a reinventarse una y otra vez. Newsom ha cambiado muchas cosas en California, pero no todo ha sido siempre de la mejor manera: la ha transformado mientras aprendía a convivir con sus propias grietas.
Su carrera reciente ha tenido más de una prueba de fuego. La primera fue aquella ofensiva del recall que amenazó con destituirlo. Los republicanos lograron poner su nombre en la papeleta del descrédito, y sin embargo, él no solo sobrevivió: ganó con amplitud. En política, a veces resistir equivale a vencer.
La segunda fue el Yes on 50, una iniciativa que lo proyectó al escenario nacional y redefinió el equilibrio político del país. Nació como un acto de resistencia cívica frente a lo ocurrido en Texas meses antes, donde la manipulación de los distritos electorales —el gerrymandering— redibujó el mapa político a conveniencia de una sola fuerza. Fue una decisión tomada entre escritorios, sin consulta, sin pueblo. California respondió de la única manera que sabe hacerlo: abriendo las urnas.
Newsom impulsó el Yes on 50 como una reafirmación del poder ciudadano frente a la ingeniería partidista del poder. Mientras en Texas los trazos del mapa borraban voces, en California los votantes dibujaban su propia frontera moral.
El referendo fue más que una medida técnica. Fue un manifiesto. Propuso blindar al estado frente a la injerencia federal en temas esenciales —salud, medio ambiente, libertades individuales—, y los californianos lo respaldamos con contundencia. De esa jornada no solo salió fortalecida la democracia local: emergió también una figura con proyección nacional. Gavin Newsom dejó de ser el gobernador de un estado rebelde para convertirse en el rostro visible de una generación demócrata que no teme al poder, pero tampoco lo idealiza.
Y es precisamente ahí donde empiezan las diferencias. Porque el presidente Trump y Newsom representan dos visiones opuestas de Estados Unidos. Uno gobierna desde el estruendo, el insulto y el espectáculo perpetuo; el otro, desde la estrategia, la disciplina y la coherencia. Uno levanta muros; el otro tiende puentes. Uno mide su poder por el miedo que inspira; el otro, por los resultados que construye.
Además, mientras el presidente promueve la comida chatarra y exhibe una figura descuidada, Newsom adopta públicamente una dieta más consciente, ejercicio regular y una presencia atlética que remite a los ideales físicos que muchos ciudadanos asocian con liderazgo. El contraste no es solo simbólico: habla de estilos de gobernar, de prioridades culturales y de cómo se proyecta el poder.
El presidente ha hecho del conflicto su respiración natural. Newsom, en cambio, ha aprendido a convertir ese mismo conflicto en energía. No replica la furia: la transforma. Ha desarrollado —con sutileza— una forma distinta de confrontar: la que convierte la provocación en oportunidad. Cuando el presidente ataca, él responde con datos. Cuando el presidente grita, Newsom argumenta. En política, a veces la inteligencia también es una forma de coraje.
Observen estas cifras comparativas de país y estado.
Estados Unidos ha pasado por 2025 con signos de crecimiento irregular —un primer trimestre con contracción anualizada de –0.5% y una recuperación en el segundo con +3.8%—, el país vive una paradoja: los datos macroeconómicos se sostienen, pero el ánimo ciudadano no. La inflación, en torno al 3–3.6%, sigue presionando el costo de vida, y la tasa de desempleo ronda el 4.4%, en un mercado laboral que comienza a enfriarse. El consumo se desacelera y la confianza cae al mínimo de los últimos cuatro años, reflejo de un país que crece, pero con desconfianza y a niveles inferiores a lo esperado.
California opera en otra frecuencia. Su economía —de unos 4.1 billones de dólares en 2025— es ya la cuarta del mundo, por encima incluso de la de Alemania. Pero ese poder no es uniforme. El desempleo estatal ronda el 5.5%, y los déficits presupuestarios se ubican entre 15 y 20 mil millones de dólares, cifras que obligan a ajustes y a un fino equilibrio fiscal. Newsom lo sabe: el brillo del PIB no borra las tensiones internas de su propio laboratorio.
Y es justamente ahí donde reside su habilidad política. Newsom sabe decir lo que la gente quiere escuchar, pero no se queda en el discurso: traduce sus promesas en políticas visibles —desde leyes climáticas hasta inversiones tecnológicas—, que mantienen viva la narrativa de una California progresista y solvente. Sin embargo, los límites de esa ecuación se hacen visibles en la vivienda inaccesible, las carpas urbanas, los costos fiscales y la sensación de que el milagro californiano se sostiene sobre un equilibrio que no se ve del todo sólido.
Su biografía tampoco está exenta de sombras. La infidelidad a su exesposa lo persiguió durante años, un episodio íntimo que se filtró a la luz pública y que le costó credibilidad y afecto. No fue solo un error personal, sino una grieta visible en la imagen de quien hasta entonces parecía intocable. Pero el tiempo, la humildad y el trabajo lo rescataron del escándalo. Supo enmendar el rumbo sin negar lo ocurrido ni victimizarse.
Años después, otro tropiezo lo alcanzó, esta vez en plena pandemia. Mientras California permanecía bajo estrictas restricciones sanitarias y millones de ciudadanos acatábamos el aislamiento, se filtró una fotografía del gobernador cenando con amigos y colaboradores en French Laundry, un restaurante exclusivo en Napa Valley. El contraste fue demoledor: el hombre que había pedido sacrificio a los demás aparecía celebrando en uno de los lugares más costosos y bellos del estado. Al día siguiente, Newsom compareció ante las cámaras. No se escudó ni delegó culpas. Admitió el error y pidió perdón. Fue una escena breve, pero reveladora: el líder que entiende que el poder no se sostiene en la perfección, sino en la capacidad de asumir la caída con dignidad.
De porte alto, atlético y energía contenida, Gavin Newsom encarna visualmente ese ideal de vitalidad que el electorado estadounidense valora desde siempre. En un país donde casi todos los presidentes recientes —de Kennedy a Obama, de Clinton a Bush— han proyectado una imagen de vigor y disciplina física, Newsom aparece como heredero natural de esa tradición estética del poder: el cuerpo como símbolo de control, el porte como metáfora de estabilidad. Su presencia en cámara no es solo una cuestión de carisma, sino de cálculo político. En un país que asocia liderazgo con energía y apariencia saludable, su figura atlética se convierte en un argumento silencioso de autoridad.
Su estilo contrasta con el del presidente: donde uno busca intimidar, el otro persuade; donde uno propaga miedo, el otro propone dirección. Bajo su mando, California es un estado que innova, produce y compite de igual a igual con las potencias globales. Ha sabido moverse entre los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, las estrellas de Hollywood, los empresarios del vino y los líderes ambientales sin perder su tono progresista ni su vocación pragmática. Fue él quien evitó que Tesla abandonara definitivamente el estado y quien comprendió que Hollywood no solo es cultura, sino poder blando: el espejo del sueño americano.
Su trato hacia los inmigrantes resume su visión del mundo: una tierra abierta, diversa, imperfecta pero viva, donde las diferencias no son obstáculo, sino identidad. Vive entre Sacramento y San Francisco, entre la sobriedad del gobierno y la sofisticación de la bahía. Está casado con Jennifer Siebel Newsom, documentalista, madre de sus cuatro hijos, cómplice de su carrera y espejo de su estilo. Jennifer ha dirigido y producido documentales de impacto como Miss Representation y The Mask You Live In, en los que analiza cómo los medios moldean la identidad y el poder. Ella aporta al conjunto una dimensión cultural y mediática que amplifica el alcance de su agenda pública.
Gavin Newsom encarna una paradoja que define a los grandes políticos: sabe decir lo que la gente quiere escuchar, pero a diferencia de muchos, también logra que esas palabras produzcan resultados tangibles. No es un iluminado ni un impostor; es un profesional del poder. Conoce el valor de una cámara, el peso de una cifra y el impacto de una frase bien medida. Ha hecho de la política un oficio que combina cálculo y convicción, estrategia y espectáculo.
Sus logros en California son innegables —una economía que compite con los mejores países, políticas ambientales que marcan pauta, programas sociales que sobreviven al vaivén ideológico— pero también sus errores: déficits que acechan, crisis de vivienda, y el recuerdo de los gestos que lo humanizan tanto como lo exponen. Newsom no pretende ser un modelo moral, sino un modelo de eficacia dentro del error, un político que no rehúye las sombras porque entiende que sin ellas no hay liderazgo posible. En tiempos de ruido y simplificaciones, su figura representa una idea incómoda pero necesaria: que el poder puede ejercerse con astucia sin renunciar a la sustancia, y que incluso la contradicción —bien administrada— puede ser una forma superior de inteligencia política.
¿Estamos frente al próximo presidente de los Estados Unidos? Mi respuesta es sí.


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