
Gustavo Melo Barrera
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En política, los fantasmas nunca descansan. Y en Miami, los del narcotráfico no solo no descansan: toman café en la Calle Ocho, rezan en la Pequeña Habana y, de paso, se pasean por los pasillos del Congreso. El sur de la Florida sigue siendo ese escenario donde los viejos espectros de la cocaína de los ochenta se visten de saco y corbata para dictar guion.
Ahora, con Donald Trump de nuevo instalado en la Casa Blanca, esos fantasmas han encontrado un lugar privilegiado en la mesa del poder. El presidente ha convertido al “Cartel de los Soles” en su villano favorito para justificar la intervención contra Venezuela. Y sus escuderos de Miami —Carlos Giménez, María Elvira Salazar y Mario Díaz-Balart— se apresuran a aplaudir, como si fueran extras en una mala telenovela producida en Washington.
La ironía es deliciosa: Miami, la misma ciudad que en los años ochenta lavaba más dólares de la cocaína que los bancos suizos, pretende ahora dar clases de pureza moral. Sus congresistas, que ondean la bandera anticomunista como si fuera sotana, actúan indignados por la supuesta “amenaza” que representa un cartel extranjero. Mientras tanto, los esqueletos de su propio patio siguen bailando al ritmo de las viejas historias de Cocaine Cowboys, cuando las avionetas cargadas de polvo blanco aterrizaban más rápido que los vuelos comerciales.
Tomemos a Carlos Giménez, alcalde reciclado en congresista, experto en administrar silencios. O a María Elvira, que pasó de narrar melodramas en televisión a protagonizar el reality más surrealista de Washington. Y a Mario Díaz-Balart, heredero de una dinastía que confunde democracia con patrimonio familiar. Todos ellos, bajo la bendición de Marco Rubio, convertido en cardenal de la moral pública y guardián eterno de los intereses del exilio cubano en Miami.
La pregunta es inevitable: ¿de verdad creen que el Cartel de los Soles es el gran fantasma que amenaza a Estados Unidos? Porque si de carteles hablamos, Miami tiene un doctorado honoris causa. Cocaína en los 80, lavado en los 90, opioides en los 2000 y ahora criptomonedas en la década digital. Es fácil señalar a Caracas, gritar “¡terroristas!”, y justificar sanciones, mientras el propio sur de la Florida sigue siendo epicentro del tráfico, del blanqueo y de las alianzas más turbias entre políticos y empresarios.
Todo parece un guion escrito para Netflix: políticos exiliados de Cuba, instalados en Miami, convertidos en guardianes de la libertad continental, mientras los verdaderos beneficiados del narcotráfico siguen haciendo fila en los bancos de Brickell. Y lo mejor: lo hacen bajo la bendición de un presidente que no distingue entre cartel, casino o comité de campaña.
El espectáculo funciona porque necesita de un enemigo externo. Sin Venezuela, sin un Cartel de los Soles declarado terrorista, ¿cómo justificar el despliegue de discursos, sanciones y nuevas alianzas electorales en la Florida? Es más fácil vender miedo que enfrentar los demonios internos. Al final, la narrativa no es sobre droga ni seguridad: es sobre votos. Y en la Florida, un enemigo latinoamericano siempre da réditos.
Pero no nos engañemos. Los fantasmas del narcotráfico que rondan el gabinete de Trump y la tropa del sur de la Florida no usan uniforme militar ni boina chavista. Visten Armani, rezan en San Lázaro y se sientan en el Congreso de Estados Unidos para decidir la política exterior de la región. En cada sanción, en cada discurso altisonante, lo que se esconde es un espejo incómodo: Miami sigue siendo el gran santuario donde la política y el crimen aprendieron a convivir.
El Cartel de los Soles podrá estar en Caracas, pero los soles que más brillan siguen iluminando en la Florida. Basta con mirar las fotos oficiales de la nueva administración Trump: siempre hay un congresista sonriente a su lado, proyectando pureza patriótica, mientras detrás de ellos se escucha el eco de los fantasmas que nunca se fueron. Fantasmas que huelen a café cubano, tabaco… y a un polvo blanco que el viento nunca logró borrar del todo.
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Y como todo buen thriller necesita un giro final, recordemos las investigaciones inconclusas —y convenientemente acalladas— sobre los lazos familiares de Marco Rubio con Orlando Cicilia, capo del narcotráfico en los años 80 y cuñado del actual senador. Cicilia terminó preso mientras el joven Marco afinaba su carrera política, y aunque la historia es bien conocida en Miami, pocos se atreven a mencionarla. Porque en la capital del exilio, los pecados del pasado se lavan con un par de discursos anticomunistas y una sonrisa para Fox News. Los fantasmas callan… hasta que alguien se atreve a invocarlos.
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