
Gustavo Melo Barrera
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Colombia entra en el último año de la presidencia de Gustavo Petro con un dilema político que se siente más como una batalla existencial que como un debate democrático. La pregunta es directa: ¿debe la oposición permitir que Petro gobierne hasta el final de su mandato? Y, en el fondo, ¿qué temen realmente quienes han convertido el Congreso y las Cortes en un muro de contención?
El temor más repetido en los pasillos del poder es la “reelección”. Aunque Petro ha insistido en que no la busca, sectores de la élite económica y política temen que una Asamblea Constituyente termine por habilitarla. El fantasma del continuismo —que en América Latina suele asociarse con autoritarismo— flota sobre cada discusión legislativa. Sin embargo, este miedo parece menos un análisis serio del presente y más un reflejo de las ansiedades históricas de una clase política acostumbrada a blindar sus privilegios.
Un Congreso fatigado y sin credibilidad
El Congreso actual es uno de los más desprestigiados en la historia reciente. Para muchos colombianos, no es más que un organismo de trámite, dominado por intereses corporativos y empresariales que bloquea o mutila las iniciativas presidenciales. La reforma a la salud, la laboral, la pensional y ahora la Ley de Financiamiento han mostrado un patrón claro: el Legislativo se atrinchera para proteger los intereses de los grandes gremios, sin importar el costo social o político.
De ahí que tome fuerza la idea de una Asamblea Constituyente. No porque Petro lo haya repetido como una promesa mesiánica, sino porque en la práctica, el Congreso no logra procesar las transformaciones que buena parte de la ciudadanía reclama. Pero la pregunta es si esa Constituyente sería una salida real para refrendar el cambio o si, como muchas veces ha ocurrido en Colombia, terminaría convertida en otro mecanismo de negociación política donde sobreviven las mismas “mañas” de siempre.
El miedo a que el cambio sea irreversible
Lo que aterra a los sectores de oposición no es tanto la figura de Petro, sino el proyecto que encarna: un modelo de redistribución más agresiva, la ruptura de privilegios tributarios y un reacomodo del Estado hacia la justicia social y la transición energética. El miedo es que, si el último año de su gobierno avanza con cierto éxito, se consolide un terreno fértil para un sucesor progresista que mantenga la agenda.
Es decir, no temen tanto a Petro, sino a lo que viene después. Temen que el cambio deje de ser un experimento y se vuelva un punto de no retorno.
Reelección o sabotaje: el dilema
El discurso opositor se mueve entre dos extremos: el fantasma de una reelección que no existe y la estrategia del sabotaje parlamentario. En lugar de permitir que Petro cumpla su mandato con sus aciertos y errores, han optado por bloquear sistemáticamente cada iniciativa, alimentando la narrativa de un gobierno atado de manos. Esta inacción, sin embargo, tiene un costo alto: la sensación de un país sin rumbo y un Congreso que solo legisla para sí mismo.
¿Quién gana con esto? Los gremios, las empresas que evitan nuevas cargas fiscales, los contratistas que se alimentan de la burocracia y los partidos tradicionales que sobreviven en medio del caos. ¿Quién pierde? Los ciudadanos que esperaban que, por una vez, la política se enfocara en sus necesidades más urgentes: empleo, seguridad, salud, educación.
Un nuevo Congreso, ¿vacunado contra la corrupción?
De cara a las elecciones de 2026, la ciudadanía enfrenta un reto mayúsculo: elegir un nuevo Congreso que no repita las fórmulas de la corrupción y la inacción. La palabra clave es “vacuna”: un Legislativo que esté inmunizado contra el chantaje de los gremios, las prebendas burocráticas y el cortoplacismo electoral.
Porque sin un Congreso renovado, cualquier gobierno —de izquierda, derecha o centro— volverá a estrellarse contra el mismo muro. La crisis de gobernabilidad de Petro es apenas un síntoma de un problema estructural: un Congreso diseñado para impedir, más que para construir.
La Constituyente: promesa o ilusión
El debate sobre la Asamblea Constituyente es el punto más delicado. Una parte del país la ve como una urgencia histórica, otra como un salto al vacío. Lo cierto es que el gobierno no ha logrado aterrizar cómo convocarla sin depender de las mismas reglas que controla el Congreso. Y ahí radica la paradoja: para cambiar las reglas del juego, hay que jugar con las reglas actuales.
Si la Constituyente es solo un recurso retórico, el progresismo pagará caro la decepción. Pero si el gobierno logra darle forma y contenido, podría abrirse una puerta real para redefinir el pacto social colombiano. La clave está en evitar que se convierta en un instrumento personalista y en garantizar que sea un espacio genuino de deliberación ciudadana.
El desenlace
La pregunta inicial vuelve con más fuerza: ¿debe la oposición dejar gobernar a Petro en su último año? La respuesta debería ser obvia en cualquier democracia madura: sí. No se trata de simpatía con el presidente, sino de respeto institucional y de permitir que los ciudadanos evalúen en 2026 si el proyecto progresista merece continuidad o corrección.
El miedo a la reelección es, en gran medida, una excusa. El verdadero temor de la oposición es perder un statu quo que ha beneficiado a los mismos de siempre. Mientras tanto, el país sigue atrapado entre un gobierno con ideas de transformación y un Congreso incapaz de asumir su responsabilidad histórica.
Colombia no merece un final de mandato bloqueado por los cálculos de las élites. Lo que merece es un debate abierto, una oposición responsable y, sobre todo, un Congreso que deje de actuar como si la democracia fuera un botín privado.
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