
Ross Madder
Escritora, viajera, fotógrafa aficionada, biófila
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Ironías
El amor es el fuego que ilumina
y también arrasa.
Grito de guerra en la tranquila llanura,
canto de pasión en medio de la batalla.
Los dioses no han podido hallar la quintaesencia,
no existirá entre sus posibles la alquimia del puro amor.
Hacia el cielo mis voces responden con un espejo.
¿Y si Cupido es amor, por qué aguarda los elementos de
la guerra?
Afrodita muere de celos hacia la mortal Psique.
Entonces ¿por qué busco yo respuestas?
Hera eterna sufre en su destrucción
y Apolo con su corona de laurel,
única medalla de amorosa consolación.
¡Qué pordioseros son los dioses,
pues no conocen de amor eterno!
Si el dolor no pasa,
tengo el remedio de la muerte.
Entonces ¿qué tienen los dioses?
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Umbral
Detrás de la traición
la noche estrellada se apaga.
Ahora conciencia, tiempo y espacio,
triqueta dimensional del alma.
La carta de tres espadas ha sido sentenciada.
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Eros
Toda imagen lleva hacia el escape en el jardín.
Su mirada mi tiempo detiene y mi fuego crepita.
Intensidad se llama este calor pasional,
la atracción impulsiva, sexual e instintiva.
El crono silencia ante el deseo que alumbra,
el portador de la luz se eleva en sus alas doradas
y la muerte es el abrazo temporal de los amantes.
La excitación y el dolor comparten un mismo rostro.
La mirada… apóstata mirada.
El eco de lo divino son sus avenidas en llamas.
Renuncio a sus influjos en la mañana,
mis pies desean caminar sus flamas.
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Amigo estepario
El día difunto yace entre negros trajes. Yo mientras, sobre estas páginas llanas que han cabalgado mis dedos. Capítulo uno: tus ojos ancianos en la prematura edad. Capítulo dos: tus manos rojas que se han desgarrado con la vida. Capítulo tres: tu salvaje cabello largo que hoy ya no es. Pronto, querido amigo mío, te he tejido de letras y te he evocado desde el lento caminar hasta tu risa escasa.
La novena sinfonía de Dvořák que traduce tu eminente sabiduría y el señor Harry Haller que corre entre tus ropas, deambula con tus pasos y habla con tu voz. Esta noche toda melodía clásica a ti suena, todo de ti escrito, todo a ti te evoca. En las montañas de tu locura te he recordado, pero pronto al hondo abismo por ti he caído.
¡Amigo, no bajes de la montaña! quédate allá tan lejano y etéreo, no bajes que aquí no hay humanidad ya. No traigas tus sabios frutos porque estos oídos de mármol no podrás romper. No bajes de la montaña amigo, que las fieras en los límites del pueblo buscan hombres para tragar sus palabras y acribillar su pensamiento.
Esta tierra extranjera a los espíritus inmensos, a los corazones humildes, te va a crucificar. Por favor, amigo mío, te exhorto a que, en la alta montaña, sobre el vuelo de las aves sublimes te mantengas. Te invito a que sigas conservando esa oración matutina que solo conocen los espíritus vestidos de neblina. Quédate allá en tu estepa porque aquí abajo los viejos libros como tú son atormentados; generalmente los espíritus pordioseros los deshojan, las almas apagadas los encienden en sus hogueras y las mujeres delicadas los mojan en ridículas lágrimas.
Sálvate ahora mi joven amigo. Siémbrate en la tierra, extiende tus raíces hasta lo más profundo de las entrañas, que, como viejo árbol, entre más hondas las raíces, más altas serán tus ramas, más alto tu conocimiento.
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