
Keshava Liévano
Comunicador y realizador de radio y tv, periodista y pedagogo, escritor y grafitero.
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Los Juguetes de Abdulah…
(A Merce que me ha enseñado a escuchar)
Cuentan los que cuentos cuentan que en las afueras de Gaza vivía Abdulah, un viejo maestro de historia y literatura en una escuela del barrio o lo que quedaba de él, a las afueras de Gaza. Era hijo de Samira, la tejedora que bordaba relatos en hilos de colores, Y de Ali, el carpintero que fabricaba juguetes de madera de olivo.
Abdulah enseñaba a los niños como quien abre una ventana: para que vieran que la historia no son solo fechas, sino voces, huellas, y pasos que nos sostienen. Abdulah No solo enseñaba fechas y batallas: él abría un mapa amarillento y, con voz pausada, contaba viejas historias de la tradición árabe.
Con ese mapa mostraba a los niños lo grande que había sido Palestina en tiempos de Jesús: —Miren, hijos —decía señalando con un dedo—, desde las colinas de Galilea hasta los desiertos de Negev, desde las aguas dulces del mar de Galilea hasta la inmensidad del mar Mediterráneo.
Les hablaba de Jerusalén, la ciudad de las piedras sagradas; de Belén, donde nació el Niño; de Jericó, la ciudad más antigua del mundo; de Hebrón, con sus patriarcas; de Nazaret, con sus casas humildes; y de las costas de Jaffa, por donde llegaban los mercaderes y pescadores. Les contaba de los caminos que unían esas ciudades, de las caravanas cargadas de especias y dátiles, de los olivares que ofrecían sombra a los peregrinos. Los niños lo escuchaban con los ojos encendidos, como si aquel mapa desplegara un país entero que respiraba todavía en sus palabras.
Pero un día, una triste mañana cuando contaba una historia del gran Nasrudim que cabalgaba sobre su mula, la guerra entró a su salón con el rugido de una bomba, y en un instante todo se vino abajo: muros, pizarras, cuadernos, risas. Todos los niños que a diario le pedían más historias, sus 30 alumnos murieron bajo los escombros. Por la gracia de Alá el quedó vivo… pero sin pierna, sin escuela y sin familia. Muchos pensaron que ahí terminaría su vida. Pero Abdulah fué salvado en el hospital derruido y pudo recuperarse.
Con el tiempo empezó a recordar las manos de su madre sobre el telar contando historias de alfombras voladoras y las de su padre tallando juguetes sobre la madera. Desde entonces recorre las ruinas y recoge pedazos: un listón chamuscado, un clavo doblado, un trozo de ventana rota. Con ellos fabrica juguetes improvisados: caballos, pájaros, carritos que parecen nacidos de la ceniza
Cada semana camina hasta el orfanato. Allí lo esperan niños sin padres, rostros demasiado jóvenes para cargar tanta pérdida. Allí lo esperan niños sin casa y sin padres.
Una tarde se acercó a él Mariam, una niña de diez años que había perdido a toda su familia bajo los escombros de su casa. Abdulah le entregó un trompo hecho de madera quemada y un hilo deshilachado. —Mariam, este trompo guarda un secreto —dijo—. Cuando lo hagas girar, recordará a todos los que ya no están, porque el mundo, aunque dé vueltas y caiga, siempre vuelve a levantarse. Ella lo tomó con timidez. Cuando lo lanzó al suelo y vio cómo giraba, por primera vez en mucho tiempo apareció en su rostro una sonrisa entre lágrimas. A su lado estaba Omar, de ocho años, que no hablaba desde la noche en que perdió a su padre. Abdulah le regaló un barquito de madera hecho con tablillas de una puerta rota. —Este barco —le susurró— es para que viajes con tu padre en sueños. No importa que el mar esté hecho de ceniza; mientras lo empujes con tu mano, navegará. Un poco más allá estaba Layla, de once años, cuyos ojos guardaban más preguntas que palabras. Abdulah le entregó una muñeca de trapo con botones desiguales por ojos. —Esta muñeca es una guardiana —explicó—. Dormirá contigo y cuidará tu corazón para que no se apague. Por último, se acercó Yusef, apenas de seis, el más pequeño. Abdulah puso en sus manos un caballito tallado con patas torcidas. —Cuando lo montes —dijo con ternura—, trotarás hacia un lugar donde no hay bombas ni miedo. Los caballos siempre encuentran el camino de regreso a casa.
Entonces los niños guardaron silencio, y Abdulah les contó una historia: la de un pueblo que, después de una gran tormenta, levantó flores en medio de las piedras, y aprendió a cuidar la memoria como si fuera una lámpara encendida. Y mientras narraba, los ojos de los niños se fueron iluminando. Él supo que, aunque la guerra le había arrancado casi todo, todavía podía sembrar esperanza en los rincones.
Pero cuando la noche cae y los niños duermen, cuando se apaga el murmullo del orfanato, Abdulah se queda solo con su sombra. Entonces vuelve el recuerdo de sus alumnos, los rostros que ya no están, el estallido que le arrebató su escuela. En esas horas el dolor lo visita, y un miedo frío se cuela en su pecho: teme que algún día ya no tenga fuerzas, que la guerra apague hasta la chispa más pequeña.
Y aun así, cada mañana se levanta, se ajusta el bastón, recoge escombros, y talla, con manos temblorosas, otro juguete más. Porque sabe que, mientras haya un niño que lo escuche, la historia seguirá respirando
Gaza y los Muñecos
(Cuento de realismo mágico para niños y grandes)
Xóchitl tenía nueve años. Mateo, siete. Vivían en un barrio al sur de México, donde los juegos se mezclaban con el olor de los elotes, y los domingos se armaban títeres con calcetines huérfanos. Sus padres eran artesanos: su madre bordaban muñecas con trenzas y vestidos brillantes, y su padre hacía figuras de madera que parecían bailar cuando nadie las miraba.
Una tarde, mientras cenaban enfrente del pequeño televisor de la vecina, escucharon la noticia: “Avión mexicano lanza ayuda humanitaria en Gaza.” Vieron imágenes del cielo abierto, de canastos con paracaídas cayendo sobre ruinas, y de niños con vendas en la cabeza que alzaban la mirada.
—Pero nadie les lleva juguetes —murmuró Xóchitl.
—Ni cuentos —agregó Mateo.
Esa noche, decidieron hacer lo imposible. Tomaron los muñecos más livianos del taller, muñecas de trapo con trenzas de fique, títeres de guante, etc, los que su madre no vendía porque “tenían corazón”. Los empacaron en mochilas pequeñas y esperaron al próximo vuelo de ayuda.
El aeropuerto estaba custodiado, pero los niños conocían un agujero en la cerca por donde solían ver despegar aviones.
Se colaron en la madrugada y se escondieron en uno de los canastos, debajo de las tortillas, junto a los frijoles, bajo el ají. Sus muñecos de trapo viajaban con ellos, apretados pero felices.
—¿Y si nos descubren? —preguntó Mateo.
—Entonces diremos la verdad —respondió Xóchitl—: venimos a curar con abrazos de trapo.
El avión despegó. El cielo se volvió una manta inmensa. Dormitaron escuchando el zumbido de las turbinas y el susurro de los sueños.
Al otro lado del mundo, cuando el avión sobrevoló Gaza, los canastos con paracaídas fueron soltados con cuidado. Cayeron como semillas de esperanza. El de los hermanos aterrizó cerca de un hospital semidestruido, donde niños heridos jugaban a inventar cuentos con piedras y ramas.
Cuando Xóchitl y Mateo salieron del canasto, los niños los miraron sin miedo. Había algo en sus ojos, una luz antigua, como de cuento viejo que les daba confianza.
—Traemos muñecos que cuentan historias —dijo Xóchitl en voz baja y en el Lenguaje del juego y la ternura que todos los niños del mundo entienden.
—Y uno que canta cuando le soplas —agregó Mateo, sacando un búho de trapo con un silbato.
Esa tarde, el hospital se llenó de risas suaves. Los muñecos pasaron de mano en mano. Uno tenía un parche en el ojo; otro, una capa de superhéroe bordada por la abuela. Las niñas y niños abrazaron con fuerza a los muñecos como quien abraza un recuerdo bueno. Algunos inventaron cuentos nuevos. Otros durmieron por fin sin temblar.
Al caer la noche, un médico escribió con un carbón en la pared del hospital, en árabe y en español:
“Donde llega el juego, comienza la curación.”
Xóchitl y Mateo no pidieron volver. Se quedaron para repartir cuentos. A veces, los ves en los dibujos que hacen los niños. A veces, los muñecos susurran su historia y mientras alguien los abraza en silencio.
No sólo de Paz vive el hambre…
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