
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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¡AVE, MÁSTER!
Fue una jugada maestra: condenado por fraude y soborno, el hombrecito sobornó a quienes debían confirmarle la condena. El pecado se convirtió en virtud, la culpa en santidad: más inocente que la Virgen María. Y para sellar el milagro, vestirá de botas y camuflado a la juez que se atrevió a juzgarlo. ¡Ave, Máster!
El retorno de Ahab y la Ballena Blanca
Dicen que el disparo apenas rozó su oreja, pero desde entonces oye un zumbido como de mar enloquecido. No duerme. No descansa. No escucha a nadie. En su cabeza, el estruendo del disparo se confunde con el rugido de una ballena invisible. Desde entonces persigue su sombra: la Ballena Blanca, ahora hecha de polvo, rutas aéreas y fronteras porosas.
Trump —o su fantasma— mira los mapas del hemisferio sur como si fueran la superficie del océano. Cada línea es un rastro, una corriente de cocaína blanca que se dispersa entre países como espuma sobre las olas. En su delirio, el perseguidor no distingue si la combate o la alimenta.
A veces lo rodean unas muchachas. Parecen ninfas o apariciones del tráfico. Están cubiertas de polvo blanco, los cabellos enmarañados, los cuerpos enharinados, brillando bajo luces de discoteca como si fueran peces fuera del agua. Ríen, tiemblan, danzan en un trance eléctrico, frenético. Él las mira y cree ver en sus espasmos la respiración del monstruo que busca. Sabe que cada temblor de esas jóvenes es un coletazo de la ballena, que cada espasmo de placer es un latido del animal que nunca morirá.
Desde su oreja herida oye el rumor de la persecución: las hélices, las voces, el zumbido de los drones. “La tengo”, dice. Pero la ballena siempre se sumerge antes de que el arpón toque el agua. En la superficie queda solo una bruma blanca, residuo de la sustancia y del sueño.
El mar de Ahab era salado y verdadero; el de Trump es de polvo, pantalla y micrófono. Ambos se hunden en una misma espuma sin memoria. Ambos buscan redimir una mutilación que no tiene cura. Uno perdió la pierna; el otro, el oído. Y en el fondo del abismo, la Ballena Blanca —indiferente, inmensa— sigue respirando bajo la forma del deseo.
El hombre del megáfono y el eco de Manhattan
El hombre del megáfono y el eco de Manhattan El presidente Gustavo Petro ha hecho de la palabra su instrumento de lucha. No es un orador en el sentido clásico, sino un hombre que carga un megáfono —real o simbólico— para amplificar una voz que, más que persuadir, busca despertar. Su discurso no es una prédica ni una proclama: es una tensión. En estos días, cuando las relaciones diplomáticas entre Colombia y Estados Unidos se crisparon hasta un punto peligroso, el eco del megáfono resonó desde Manhattan, donde las cámaras de las Naciones Unidas multiplicaron el gesto de un líder latinoamericano que, sin pedir permiso, cuestionó la desigualdad del orden mundial. Su tono, a veces airado, a veces poético, continúa un estilo que ha buscado conectar la palabra política con la palabra moral, la economía con la conciencia, la política exterior con el destino nacional. Sin embargo, cada eco tiene su costo. Y el megáfono, en su resonancia, parece haber despertado el avispero de Manhattan: la irritación de ciertos sectores diplomáticos y económicos del norte que ven en su retórica un desafío al statu quo. Ad portas de una intervención Esta advertencia podría sonar hiperbólica si no se leyera en el contexto de un mundo que ya no necesita ejércitos para intervenir. Las presiones financieras, las certificaciones sobre derechos humanos, las evaluaciones en materia de drogas o inversiones cumplen hoy funciones análogas a las viejas flotas militares. En los hechos, Colombia experimenta una forma sutil de intervención cada vez que su autonomía política contradice intereses de Estados Unidos. En ese escenario, el gobierno Petro ha tocado fibras sensibles: cuestionó abiertamente el modelo de guerra antidrogas, denunció la inequidad del comercio internacional y apostó por una reforma agraria que, más allá de sus resultados, simboliza una ruptura con las élites históricas. Desde Washington, la respuesta no se hizo esperar. No llegó con misiles, sino con gestos no precisamente diplomáticos: demoras en acuerdos, declaraciones ambiguas, silencios prolongados, amenazas, insultos, retiro de visas. La política exterior, como la interna, se volvió campo de batalla. Y mientras “The King” —el poder político estadounidense, encarnado hoy en Donald Trump y su administración— enfrenta su propio infierno de insurrección popular, con protestas, divisiones internas y una derecha en ascenso, en Colombia los ecos de ese desorden se sienten como una tensión constante: ¿Quién define la soberanía de un país cuando sus vínculos económicos, militares y mediáticos dependen de otros? El condenado absuelto En paralelo, un hecho judicial reconfiguró el tablero interno: la absolución del expresidente Álvaro Uribe Vélez en el caso por manipulación de testigos y fraude procesal. La noticia cayó como un rayo en medio del ruido internacional. Uribe, símbolo de un orden conservador y de una política de mano dura que marcó dos décadas de historia colombiana, emergió del proceso con la absolución que sus seguidores consideran una reparación, y sus detractores, una afrenta. No puede pasarse por alto el contexto: mientras Petro denunciaba en Nueva York las desigualdades del sistema global, en Bogotá un tribunal anulaba la condena del hombre que representa, para muchos, la alianza entre el poder político, económico y militar. ¿Casualidad? ¿Coincidencia judicial? ¿O parte de un movimiento de fondo en el que los viejos poderes —judiciales, diplomáticos, mediáticos— reacomodan sus piezas ante el avance de un proyecto político que los incomoda? Petro, el hombre del megáfono, encarna la disonancia. Uribe, el condenado absuelto, representa la continuidad. Entre ambos se teje la trama de un país que no termina de resolver su contradicción histórica entre cambio y orden obsoleto, entre justicia social y obediencia económica, entre soberanía y dependencia. El viaje de los lacayos y cipayos Mientras tanto, a Estados Unidos viajaron figuras políticas cercanas al uribismo y a la oposición: el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez; un hijo del propio Uribe, y otros emisarios. El itinerario, presentado oficialmente como una “agenda de cooperación y seguridad”, tuvo lecturas más políticas que administrativas. La foto del grupo en Washington, sonriente y entusiasta, contrastó con el tono grave de Petro en la ONU. Uno denunciaba el orden mundial; los otros lo celebraban. Uno hablaba de independencia; los otros buscaban validación. El gesto no fue menor. La visita ocurrió días antes de conocerse la decisión judicial que favorecería a Uribe, y en medio de los rumores sobre tensiones en la relación bilateral. En diplomacia, los símbolos son tan importantes como los tratados. Y el simbolismo de esos viajes —de rodillas o de espaldas, según quien lo mire— marcó un punto: las viejas lealtades aún pesan más que los discursos de emancipación. El eco y la respuesta A estas alturas, la situación parece invivible para ambos jefes de Estado. Para Petro, porque su promesa de transformación enfrenta no solo a la oposición interna, sino a la inercia de un sistema global que no tolera disonancias sostenidas. Para Trump, porque el liderazgo estadounidense, cada vez más cuestionado dentro y fuera, enfrenta el descrédito de sus alianzas y el agotamiento de su modelo de control hemisférico. Ambos gobiernan sobre la cuerda floja de un siglo incierto. ¿Se resolverá este pulso por la vía diplomática o por la militar? La pregunta suena anacrónica, pero sigue vigente. Las guerras contemporáneas se libran también en otros frentes: la justicia, la opinión pública, las redes sociales, los tratados comerciales. Cada decisión judicial, cada viaje de un alcalde, cada discurso ante la ONU se convierte en un movimiento táctico de una guerra sin tanques, pero con consecuencias políticas devastadoras. La gramática del poder El episodio del megáfono y el avispero es más que una anécdota: es una lección sobre la gramática del poder en el siglo XXI. Las palabras, los gestos, las absoluciones, los silencios, los viajes y las fotos son signos dentro de un mismo texto político. Y Colombia, que ha sido laboratorio de violencia, de paz y de manipulación, vuelve a ser escenario de esa escritura global. El megáfono representa la tentativa de un nuevo lenguaje político: la voz de los excluidos, de los campesinos, de las víctimas, que intenta irrumpir en la sintaxis de los poderosos. Pero los viejos actores —los reyes, los condenados, los burócratas y los jueces— siguen modulando el discurso desde los bastidores. En ese juego de significantes, la verdad se vuelve circunstancial y la justicia, reversible. Entre la diplomacia y la insurgencia simbólica Quizá el mayor mérito —y el mayor riesgo— del presidente Petro es haber introducido en el lenguaje de la política una dimensión poética y, por tanto, impredecible. Su megáfono no solo amplifica un mensaje: descoloca. Obliga a pensar, a disentir, a responder. Por eso incomoda tanto dentro como fuera del país. The King, desde su trono de pragmatismo, no sabe muy bien cómo reaccionar ante un líder que habla de amor, de selvas y de humanidad en medio de los balances de poder. En cambio, los viejos jefes, los que dominaban el idioma del control y la amenaza, celebran la absolución como un retorno a la gramática de siempre: la que convierte la justicia en trámite y el poder en herencia. Pero la historia —y eso parece intuirlo Petro— ya no se escribe en el mármol de los palacios ni en los boletines diplomáticos. Se escribe en las calles, en los micrófonos, en las redes, en las plazas. El megáfono, en ese sentido, no es un aparato de ruido, sino un dispositivo de traducción: transforma la queja en palabra, la protesta en pensamiento, la memoria en política. Epílogo Colombia se encuentra, otra vez, en una encrucijada: entre la obediencia y la emancipación, entre la política del miedo y la del diálogo. El hombre del megáfono sigue hablando; The King sigue observando, maldiciendo, increpando, bombardeando; el condenado sonríe en su absolución. Los lacayos viajan y posan. Y el país, entre el ruido y el silencio, se pregunta qué clase de independencia desea. Tal vez el verdadero desafío no esté en las sanciones ni en los tribunales, sino en la capacidad colectiva de escuchar sin confundir el eco con la voz. Porque, al final, la política es eso: un campo de resonancias donde cada palabra busca su verdad entre las paredes de la historia..
TODOS PARA UNO, Y UNO PARA TODOS
Yo era niño, íbamos a pie a una quebrada que se llamaba El Dos y Medio, haciendo alusión, tal vez, a la distancia en kilómetros que la separaba del pueblo. En aquellas caminatas, me quedaba absorto durante largos minutos mirando el pavimento, preguntándome, en una luz difusa y clara –que incluso ahora mismo veo, con la raya blanca a los lados y en el centro–: ¿Quién hizo esto?
La pregunta por el quién no tenía entonces una respuesta precisa. En mi mente infantil aparecían figuras como Dios, un Ser Superior, incluso Nadie. Hoy comprendo que fue una entidad colectiva la que echó aquel pavimento, un conjunto de voluntades anónimas movidas por una Idea: la del Progreso, el Bienestar o el Beneficio social. No fue Nadie. Fueron muchos. Y, sin embargo, esos muchos actuaron como si fueran uno solo.
Quizá por eso, desde pequeño, me intrigaba también otra cuestión: ¿por qué todos obedecen a uno, si todos pueden más que uno?
Con el tiempo he llegado a pensar que la respuesta es menos misteriosa de lo que parece. Se obedece por conveniencia, por la necesidad práctica de coordinar esfuerzos. Así funcionan las cosas humanas: alguien asume el mando, no siempre por virtud, sino porque el grupo necesita un punto de convergencia, un eje de acción que evite la dispersión. Los líderes, en ese sentido, no son tanto superiores como funcionales; encarnan la estructura invisible que permite que la obra común —ese pavimento simbólico sobre el que todos caminamos— se mantenga.
De algún modo, cada acto colectivo reproduce ese mismo principio: una pluralidad que se organiza en torno a una voluntad que la excede. Uno para todos y todos para uno, decía la consigna romántica de los mosqueteros, pero en la práctica, ese uno es casi siempre una abstracción compartida, una idea que los reúne más que una persona concreta. Quizá el verdadero liderazgo no sea el del individuo que ordena, sino el del concepto que convoca.
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