
Mohamed El-Kurd
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Lena Khalaf Tuffaha
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Continúa el genocidio cometido por el Estado de Israel contra el pueblo palestino. Palestina es un Estado sin ejército, no tiene cómo defenderse. Su gente está siendo asesinada con armas de destrucción masiva o de ataque individual y, también, con hambre. No pueden producir alimentos y el Estado genocida no permite la entrada de comida hacia la franja de Gaza. Resisten, sin embargo. Y escriben poemas como éstos que encontramos en el ciber espacio.
Nacidos el día de la Nakba[1]
Mohamed El-Kurd
Tu crueldad reescribió mi autobiografía
en versos viscerales
cuchillas en la lengua,
una boca preñada de
truenos.
Tu crueldad me dijo que siguiera
adelante,
que mirara,
que escuchara.
Nací en el cincuenta aniversario de la Nakba
de una madre que recogía aceitunas
e higos
y otros versículos del Corán,
watteeni wazzaytoon.2
Mi nombre: una bomba en una habitación blanca,
una sospecha que camina
en un aeropuerto,
política sin elección.
Nací en el cincuenta aniversario de la Nakba.
Afuera de la sala del hospital:
protestas, hule quemado,
rostros kufiyados y cuerpos desnudos,
piedras arrojadas a los tanques,
tanques rotulados de banderas estadounidenses,
tierra
que huele a gas lacrimógeno, cielos cubiertos de
balas revestidas de goma,
unos cuantos cadáveres baleados, muertos
número de muertos en un titular.
Mi hermana
y yo
nacimos.
El nacimiento dura más que la muerte.
En Palestina la muerte es súbita,
instantánea,
constante,
ocurre entre respiros.
Nací entre poemas
en el cincuenta aniversario.
Los cantos de liberación que se oían fuera de la sala del hospital
le dijeron a mi madre
puja.
Inmigrante
Lena Khalaf Tuffaha
No llevo abrochado el cinturón de seguridad
Veo cómo se deshace la carretera
detrás de nosotros como una cinta de polvo.
Desde el asiento trasero del Datsun de mi tío
Ammán parece apenas un rincón tierno
del color del pelo de mi osito de peluche.
Sus casas amontonadas unas contra otras
en sus siete colinas resecas
tienen el mismo tono de piel que mi familia—
almendra de la frente de mi madre,
trigo de los brazos de mi padre,
té con nata de las manos de mi abuela.
Nos alejamos por el único camino que conduce al aeropuerto.
Nos alejamos de esta ciudad de casitas de muñecas
de mi infancia de cuentos donde trepaba árboles
y de las risas de mis demasiados primos.
Nos alejamos de la guerra inminente.
Nos alejamos
porque podemos irnos
en la alfombra mágica azul marino
de nuestros pasaportes estadounidenses
que nos lleva a un lugar seguro y sin simulacros de bomba
al lugar donde se fabrican
los aviones
y al lugar donde el presidente
dará la orden para enviarlos
a mi infancia de cuentos
sobre las siete colinas
al lado de los vecinos que a partir de ahora
se convertirán en refugiados.
Vamos en coche y yo
no me siento a salvo
alejándome de
mí misma y de todo lo que conozco
hacia el gran milagro de
un país tan grande
que las guerras se mantienen a miles de kilómetros de distancia.
Mi joven vida deja de ser mi vida
en el camino que dejo atrás
donde conozco todos los nombres de
los árboles en árabe
rumman saru zayzafoon
y conozco el lugar de cada colina
donde las amapolas carmesíes vuelven cada primavera
y sé cuál es la mejor panadería para comprar
panqueques de Ramadán antes de romper el ayuno.
En el asiento trasero del Datsun de mi tío
quiero flotar atravesando la ventanilla
al pasado
cuando agosto solo era helado por la tarde
y juegos de cartas por la noche
y el crujido del papel de estraza y
la cinta
que cubría los cuadernos,
frescos como el pan de esta mañana,
listos para recibir el próximo año escolar:
ecuaciones matemáticas,
poemas,
historias de batallas.
[1] Nakba, palabra árabe que se traduce como catástrofe. Se conmemora el 15 de mayo porque ese día, en 1948, el pueblo palestino empezó a ser desalojado de su territorio y se creó el Estado de Israel.
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