
Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Ph.D en DDHH; Ps.D., en DDHH y Economía; Miembro de la Mesa de gobernabilidad y paz, SUE.
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La seguridad no es solo una política pública, es una manera de interpretar el país, justificar la autoridad y moldear la vida cotidiana. De un tiempo para acá, se convirtió en una cultura y en una política pública torpe y trágica.
La seguridad es una promesa de protección basada en miedo y fuerza. Una herramienta política, una prótesis del poder hegemónico de élites para consolidar riqueza y más poder. Una forma de disciplinamiento social.
No es sinónimo de paz (nunca lo ha sido), sino de orden y obediencia, de control. Las élites han construido este dispositivo durante décadas, mediante publicidad y propaganda orientadas a promover el odio, los miedos, la desconfianza en todo lo que no sea uniforme y pueda ser calificado como enemigo de la sociedad actual y de la cultura vigente.
Inventaron y empezaron a ofrecer seguridad diciendo que el peligro está adentro de las familias, las comunidades, de la sociedad toda. Así, se dedicaron a eliminar primero a quienes tildaban de comunistas; después, a supuestos o reales narcotraficantes; enseguida, a personas señaladas como terroristas. Ahora hablan del enemigo difuso. Convocan a perseguir y asesinar, física o moralmente, a cualquiera que pueda ser mostrado como perteneciente a una de esas categorías de enemigo interno. De esa manera han logrado crear un ambiente de desconfianza mutua y permanente, que afecta mentalmente al conjunto de la población.
La política de seguridad en Colombia ha afectado mentalmente al país. Ha cambiado la forma de vernos unos a otros y está dificultando la convivencia ciudadana, pues nadie puede ni quiere compartir sus espacios sociales con gente en la que no confía o de la cual espera que le haga daño. Esa misma política ha impedido que se construya la paz y que se avance en hacerla con los grupos armados organizados y la insurgencia.
Para lograr el rompimiento de la convivencia, las élites gastan dinero del erario y lo hacen pasar como inversión en seguridad y defensa. En lo que va corrido de este siglo, a ese rubro se le han destinado más de 160.000 millones de dólares, equivalentes a más de 600 billones de pesos. Ese sector recibe el 4,3 % del PIB, más de 65 billones (en comparación, las universidades reciben 12,7 billones y su déficit supera 15 billones, y el sector salud no alcanza a recibir 60 billones). El 80 % se gasta en la alta nómina (salarios, prestaciones, cesantías, pensiones y cargos asociados) y aumenta por la ampliación del pie de fuerza.
Son cerca de 181.000 efectivos del Ejército, 120.000 policías y 11.000 escoltas, más los presupuestos adicionales de la Fiscalía con más de 27.000 funcionarios, 13.000 del INPEC y sin cifras de algunos gastos en inteligencia.
Hay tercerización y convenios caros, esquemas de escoltas con personal de planta y al menos 6.000 más tercerizados, y convenios adicionales del Congreso y entidades territoriales. El costo de la logística y el mantenimiento de equipos pesados (helicópteros, aviones, flotillas de vehículos, estaciones) es “escandaloso” y no ha contribuido ni a la paz esperada ni a abandonar la situación de guerra.
Es alto el costo de compra y mantenimiento de aeronaves, vehículos blindados, tecnología y material de comunicación, sedes especiales, repuestos, combustible, munición, sistemas electrónicos, vestuario, avituallamiento, alimentación de tropas, pasajes, viáticos, capacitación, salud, vivienda, asesorías, inteligencia y otros negocios que representan una porción sustantiva de la inversión y el funcionamiento.
El presupuesto asignado a la seguridad causa una presión fiscal insostenible que compite, limita y pone en desventaja los gastos que el Estado debería asignar para cumplir con la satisfacción de derechos sociales de la población.
La doctrina de seguridad (guerra) está metida por todas partes, hasta en los manuales de convivencia escolar y códigos de conducta. Ha contribuido a polarizar la política y le ha dado réditos a grupos y partidos de derecha y ultraderecha que esparcen “una ideología de guerra” y se benefician con la asignación y consumo de la parte más grande del presupuesto nacional, en detrimento de los derechos sociales.
Militarmente, la seguridad es un fracaso para la nación y para la administración de justicia. Hay más armas, pero la guerra no para y las violencias se mantienen. El alto costo económico no se refleja en beneficios humanos; aumenta el número de víctimas, se deteriora la salud mental y los comportamientos y discursos de deshumanización van ganando adeptos.
Décadas de implementación de esa política muestran los mismos resultados atroces y vergonzosos de siempre. Los datos de éxito que nos presentan cada tanto son derrotas humanas. Los balances glorifican el número de bajas, mientras aparecen nuevas formas y motivos de violencia. De ahí la urgente necesidad de cambiar la doctrina de la guerra hacia la seguridad humana asociada a derechos, para que las cuentas sean de cuánto vale vivir y no de cuánto cuesta cada muerto y cada víctima. Los recursos de la seguridad deben ir pronto a inversión social y construcción de paz y bienestar humano.
Pero seamos claros: los promotores de esa política tienen puesto en ella todo su “corazón grande”.
Postdata: Según el portal Las2Orillas, para la seguridad personal de Álvaro Uribe Vélez, en especial ante la amenaza de las FARC (ya extintas), se designan “330 personas… divididas en: primer anillo 152 escoltas, segundo 102 policías y tercer anillo 80 militares… con un costo de 15.347 millones de pesos”. La seguridad promedio de un congresista (así no lea, no debata o solo vulgarice) cuesta al año más de 500 millones, y cerca de 10.700 personas tienen esquema de “seguridad”.


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