
Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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Debo confesarlo sin sonrojo, sin hipocresía y sin el ademán ridículo de quienes creen que están más allá de todo goce popular: si, yo bailé reggaetón. Bailé con J Balvin, bailé con ese Beat particular que no era suyo, que nunca fue suyo, que nació de las productoras sanandresanas que jamás fueron mencionadas en sus créditos, y que sin embargo fueron las que lo impulsaron a ocupar tarimas globales como si la historia hubiera comenzado con su nombre y no con las manos anónimas que parieron el ritmo.
Me fascinaba ese pulso, esa cadencia hipnótica que no necesitaba más que dos compases repetidos hasta el cansancio para poner a mover los cuerpos. Y lo digo sin vergüenza: yo bailé, yo gocé, yo sudé. Sería estúpido condenar a quien lo baile, sería todavía más estúpido negarme a mí misma esa memoria corporal. Pero también sería estúpido callar lo que vino después: el modo en que ese ritmo que nació como gesto marginal terminó convertido en la bandera ideológica de una impostura política.
Yo no escribo estas páginas únicamente para discutir si el reggaetón es buena o mala música, si merece compararse con Beethoven, si puede sostenerse frente al jazz o si sus letras son poesía o basura. Esa discusión es secundaria.
Y sí, por supuesto que pienso que sus letras son mediocres y su técnica es pobre. Pero no se trata de repetir el argumento trillado de que “el reggaetón es música de mierda y sus cantantes no saben cantar”.
Lo que me interesa es otra cosa: desenmascarar la operación cultural que lo elevó de ritmo liminal a discurso político de emancipación popular; desenmascarar cómo lo que comenzó como transgresión de barrio se convirtió en producto dócil al servicio del aparato industrial, cómo se nos obliga a ver a Karol G, a Maluma, a Bad Bunny, como profetas de una supuesta revolución cultural que nunca ha existido, que no existe, que no existirá.
El reggaetón nació en Puerto Rico, y eso no es un dato menor. Puerto Rico, el caso más prolongado de falta de soberanía en la era moderna. El Estado Libre Asociado (ELA) que no es ni estado, ni libre, ni asociado. Un territorio donde el Congreso de Estados Unidos aprueba las leyes y la Constitución, pero sus ciudadanos no son reconocidos como ciudadanos estadounidenses plenos. Un territorio que en 2012, mediante plebiscito, eligió convertirse en estado formal de la unión, y que fue respondido con indiferencia cínica: les dejaron el disfraz de ELA, esa figura jurídica ambigua que sirve para usufructuar ventajas fiscales y exenciones regulatorias.
Desde los años 70, Puerto Rico fue convertido en laboratorio de la desregulación, sede de la industria farmacéutica estadounidense, experimento neoliberal con consecuencias sociales devastadoras. En 2017, el territorio se declaró en bancarrota: setenta y tres mil millones de dólares de deuda, el mayor incumplimiento de pago de un territorio bajo jurisdicción estadounidense. En ese contexto, en esa isla arruinada y colonizada, surgió el reggaetón. Un ritmo nacido en los márgenes, en las calles, en las esquinas donde se cruzaban el hip hop, el dancehall jamaiquino y la rabia de una juventud empobrecida. El “perreo hasta abajo” era, en sus inicios, un gesto de libertad corporal frente a una vida constreñida por la precariedad, era una subversión que incomodaba, que desafiaba.
Antes de que las disqueras y listas de reproducción de Spotify impusieran la versión oficial del reggaetón, en los setenta y ochenta ya existía DJ Playero haciendo lo que hoy llaman “underground”. Fue él quien, en cabinas clandestinas y cintas que circulaban sin sello, mezcló reggae en español, dancehall y pulso urbano antes de que los señores del negocio supieran qué hacer con ello.
Fue DJ Playero quien puso los engranajes invisibles del género: Playero 37, 38, 39 no fueron discos de mercadotecnia, fueron actos de resistencia sonora. Esa semilla insurgente fue arrebatada por las disqueras anglosajonas, que la lavaron, la embellecieron, la pusieron en vitrinas tropicales y la vendieron como “cultura popular”. Pero DJ Playero ya había esbozado la estructura real: rimas urgentes sobre dem bow, cintas piratas repartidas en marquesinas, coros que gritaban la precariedad de los barrios. Esa versión originaria no fue hecha para agradar al algoritmo: fue tinta clandestina, sudor de esquina, latido marginal.
Pero lo transgresor nunca dura demasiado cuando el mercado huele sangre.
Las grandes disqueras estadounidenses, dominadas por lógicas financieras globales, comprendieron que aquel ritmo, barato de producir, repetitivo hasta el cansancio, podía convertirse en negocio global. Y lo hicieron suyo. Se apoderaron de él con precisión de cirujano: le arrancaron la médula insumisa y la reemplazaron por el discurso de mercadotecnia. El resultado fue un artefacto cultural exitoso, empaquetado como mercancía exótica, pero vendido al mismo tiempo como reivindicación popular.
Esa es la impostura: convencernos de que lo que escuchamos en las radios y plataformas no es un producto de laboratorio, sino la voz genuina de las masas. Convencernos de que Bad Bunny es queer radical, de que Daddy Yanky es el grito de los barrios. Convencernos de que quienes no aplaudimos esa impostura somos arribistas, clasistas, enemigos del pueblo.
Universal, Sony, Warner…entendieron que vender el reggaetón como “resistencia” multiplicaba su atractivo. La supuesta “emancipación” está mediada por intereses comerciales. El reggaetón, vendido como simulacro de liberación y feminismo de avanzada, en realidad sigue anclado en las mismas lógicas de siempre:
Las letras siguen mayoritariamente reproduciendo esquemas machistas, consumo, hedonismo superficial.
El feminismo que se vende suele ser más estético que político: empoderamiento por mercantilización, no por cuestionar las estructuras de explotación.
El discurso de “voz del pueblo” convive con contratos millonarios y giras patrocinada por multinacionales.
Entonces, claro que hubo juventud empobrecida bailando, claro que hubo esquinas y rabia, pero lo que nos venden hoy es la versión higienizada: el mito romántico de que “en la calle nació la resistencia”. No. Lo que de verdad nació fue un ritmo híbrido, sí, pero apenas se volvió mínimamente incómodo, el mercado lo arrancó de raíz, lo barnizó y lo exportó.
Hasta el mismo Pablo Milanés lo criticó y en una entrevista afirmó que “El reggaetón es un atraso extraordinario para la música latina”.
Nadie que hoy se retuerza en una discoteca al ritmo del reggaetón está pensando en resistencia, ni en precariedad, ni en ghetto alguno. El que baila, baila y punto. El que goza, goza sin preguntarse por genealogías ni por instrumentalizaciones.
Es ahí donde el mito opera con mayor cinismo: en Medellín, capital global de este artificio, la mayoría de sus devotos desconocen por completo los orígenes coloniales y la maquinaria financiera que lo devoró. Se arrogan la pose de rebeldes mientras celebran, sin saberlo, su propia domesticación sonora.
Así que, no. El reggaetón no nació en los barrios de Medellín ni en los callejones boricuas como gritan algunos fanáticos con espuma en la boca: nació de un injerto bastardo, de un ritmo jamaicano (dem bow) que emigró a Panamá y se volvió reggae en español, y que luego en Puerto Rico fue adulterado con el hip hop gringo. Lo que hoy llaman “cultura latina” es, en realidad, una criatura anglosajona en traje tropical. El perreo no es resistencia, es obediencia coreografiada; no es ghetto, es plataforma de manipulación.
Desde el Bronx hasta Miami, desde Universal hasta Sony, la maquinaria estadounidense supo detectar la mercancía barata y multiplicarla como hamburguesa de McDonald’s.
El supuesto grito de los pobres fue esterilizado, higienizado y devuelto como souvenir “latino” para turistas culturales y algoritmos de Silicon Valley. El reggaetón no es voz del pueblo, es la traducción al “spanglish” de un negocio sionista-anglo que descubrió que poner a los cuerpos de rodillas podía venderse como liberación.
Aquí es donde el discurso se vuelve ridículo. Porque mientras se nos repite hasta la saciedad que el reggaetón “ha llevado lejos a América Latina”, se olvida deliberadamente que antes de él ya había músicas que recorrieron el mundo con muchísimo más talento, con muchísimo más rigor, con muchísimo más peso cultural. Gloria Estefan, conquistadora de escenarios globales con baladas y ritmos caribeños. Celia Cruz, con su voz incontenible, convirtió la salsa en bandera mundial. Los maestros Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie Colón, Richie Ray y Bobby Cruz, El Grupo Niche, Juan Luis Guerra. Hasta Carlos Vives con la majestuosa guitarra de Teto Ocampo, entre otros tantísimos, que nos guste o no, llevaron la música caribeña a Europa, a Japón, a los rincones más inesperados. Mercedes Sosa fue voz continental de resistencia y dignidad. Víctor Jara cuándo convirtió su guitarra en trinchera y su voz en un grito colectivo contra la opresión, hasta que el poder que denunció lo silenció brutalmente. Chavela Vargas ícono en España, Astor Piazzolla revolucionó el tango, Caetano Veloso y João Gilberto reinventaron la música brasileña, Carlos Santana puso la guitarra hispanoamericana en Woodstock.
Ninguno de ellos tuvo la maquinaria mediática de hoy. No había YouTube, no había Spotify, no había “trending topics” diseñados por algoritmos ni influencers repetidores de consignas. Había giras interminables, grabaciones en estudio analógico, esfuerzo físico, talento vocal, virtuosismo instrumental. Llegaban lejos porque eran músicos, no porque fueran tendencias.
Y si vamos a hablar de lo que verdaderamente llevó a Colombia al mapa universal, no necesitamos beats reciclados ni videoclips con culos en primer plano. Antes de que quisieran vendernos la mentira de que el reggaetón es emancipación popular, un hombre nacido en Aracataca ya había convertido a este país en territorio mítico: Gabriel García Márquez.
Con Cien años de soledad no solo conquistó un Nobel, conquistó el tiempo. Transformó la historia en mito, la cotidianidad en epopeya, los fantasmas en genealogía de un continente entero. No necesitó autotune ni coreografías virales: le bastó una Remedios la Bella ascendiendo al cielo con sábanas blancas, la lluvia interminable de flores amarillas cayendo sobre Macondo para darle a Colombia una eternidad que ningún algoritmo podrá manufacturar.
Gabo nos dio Macondo, un universo que, aún hoy, sigue siendo espejo, herida y profecía. Levantó a Colombia de la geografía del olvido y la inscribió en el atlas de lo eterno. No solo escribió un libro: escribió el mito fundacional de Iberoamérica. Hizo de la genealogía de los Buendía una epopeya tan vasta que se confunde con la historia del continente. Transformó el calor, la superstición, la violencia, el incesto y la esperanza en un idioma nuevo, un idioma que suena a español pero respira como mito.
Y el mundo lo entendió. Por eso, Cien años de soledad está, junto al Quijote, entre las novelas más traducidas de la lengua. Del japonés al ruso, del árabe al polaco, del alemán al swahili: todos quisieron entrar a Macondo, todos reconocieron que en esas páginas había algo que los concernía.
Entonces, ¿Cómo atreverse a decir, que nos conocen en el mundo por el reggaetón, cuando ya había un hombre que con un puñado de palabras inmortales había abierto de par en par las puertas del planeta?
En contraste, hoy basta un estribillo vulgar y tres notas monótonas para que la maquinaria haga el resto. Antes, había que cantar pero con una voz brutal. Hoy, basta con agradar al algoritmo. Antes, había que sostener una carrera con discos completos, con giras de verdad. Hoy, basta con producir un par de videoclips virales y tener billete mucho billete y playback. Y así se construye la impostura: la mediocridad multiplicada se convierte en narrativa empaquetada.
El reggaetón es la caricatura tropical que los norteamericanos siempre quisieron de nosotros: papagayos coloridos, muñecas exóticas, cuerpos bronceados bailando bajo palmeras, guacamayas y guacharacas hablando en acento sexualizado paisa, dignas de un show que le recuerda al extranjero que está en la tierra periquera, donde le sale barato aspirar cocaína, acceder a prostitución infantil, y al otro día visitar la tumba de Pablito y toda la apología al narcotráfico que le vende Medellín.
Nosotros aceptamos esa caricatura como si fuera identidad. Peor aún: como si fuera política. Como si cuando Karol G dice “malparido” en una cancion, equivaliera a una lucha de clases. Como si el feminismo se redujera a mover la cadera en un videoclip. Como si Bad Bunny pintándose las uñas fuera la revolución queer. No, no lo es. Es obediencia disfrazada de rebeldía. Es mercancía disfrazada de política. Es exotismo plastificado para exportación.
Hay quienes todavía insisten en que el reggaetón es revolucionario, que es resistencia, que incluso es punk, porque según ellos ayudó a derrocar a un Gobernador. ¿Punk? ¿Me vienen a mí con esa caricatura gastada, como si el punk fuera la medida universal de lo contestatario?
El punk fue vómito en su origen, sí, pero también terminó estampado en camisetas de H&M, en bolsos de Vivienne Westwood, en mercancía barata para turistas londinenses que jamás pisaron un sótano lleno de sudor. Como el metal, como el grunge, como todo lo que el mercado toca: reducido a mercancía. No hay pureza posible. Todo se vuelve póster y meme. Así que no me vengan con el cuento de que Residente y Bad Bunny son punks porque se sacaron una selfie en una marcha.
El pueblo de Puerto Rico tumbó a Rosselló. El pueblo, carajo. No un puto Beat de reggaetón, no una camiseta de Residente, no la dentadura blanqueada de Bad Bunny. Lo que tumbó a Rosselló fueron 889 páginas de chats que apestaban a misoginia, corrupción y burla de cadáveres. Fue el hartazgo acumulado de décadas, la rabia de un pueblo colonizado y saqueado lo que estalló en las calles. La gente salió porque ya no cabía tanta humillación, no porque sonara un reggaetón.
Y sí, ahí estaban los de siempre: Bad Bunny, Residente, Ricky Martin. Con cámaras, con flashes, con CNN babeando por la portada tropical del héroe “latino” en camiseta sudada. Ellos sirvieron de altavoz, de decorado. Y la industria cultural hizo lo que hace mejor que nadie: empaquetó la indignación popular en playlists, en videoclips con estética de protesta, en entrevistas donde los vendieron como Mesías Caribeños. El negocio redondo para vender más de lo que ya habían vendido y hay quienes lo compran y se lo creen. Pero el pueblo ya estaba allí antes de que llegaran los ídolos de cartón. El pueblo ya había puesto el cuerpo. Ellos solo pusieron la foto.
Decir que eso es punk no es ingenuo: es cretino. El punk fue actitud, sí, pero actitud vital: quemarse vivo en tres acordes aunque supieras que ibas a morir pobre. Esto no es actitud: esto es mercadotecnia pintada de rebeldía, mueca de carnaval para la pasarela de Gucci, pancarta lista para Instagram. Si eso es punk, entonces la pasarela de Prada es barricada.
Regreso con lo de Roselló en Puerto Rico: no cayó por un beat, cayó porque el pueblo lo botó a gritos. Y esa diferencia no es un pequeño detalle. Es la verdad que separa a la resistencia de la autopublicidad. El pueblo derriba. El reggaetón acompaña. Y regalarle la victoria del pueblo a un género de mierda sin técnica, sin conciencia, sin nada, es la forma más vil de colonización cultural, disfrazado de narrativa cool,: borrar la fuerza colectiva para vender servilismo. Es la obediencia maquillada de rebeldía. Esa es la miseria en su máxima expresión. La Causa, la volvió a comprar el anglosajón y la revendió con capitalismo tardío, para que terminaran coronando Bad Bunny como punk.
Y entonces la comparación con el heavy metal no es gratuita.
No hay manera de defender el rock frente a la maquinaria capitalista. No hay forma de salir ileso del mercado, no la hay. Sería ridículo. Desde sus orígenes, el rock es un producto cultural nacido y deformado dentro de las lógicas industriales, comerciales, mediáticas. Ni siquiera su nacimiento puede revestirse de pureza.
Nos gusta y punto. Nos arrastra, sí. Pero no porque sea inocente, sino porque a pesar de ser hijo del mercado, alcanzó niveles de conciencia, de técnica, de expresión estética y trágica que lo vuelven incomparable con el remedo de música que hoy celebran los algoritmos. Y como el rock tampoco se salva del mercado, nadie se salva. Todos somos instrumentalizados.
Black Sabbath lo sabía. Sabían que estaban siendo devorados, pero también sabían cómo escupir desde adentro. Sabían que el sistema los estaba usando, y aun así, desde ese saber, podían dinamitarlo. Eran producto, sí, pero también eran detonante. Sabían que estaban metidos en la máquina, pero no se disfrazaban de engranaje bonito.
Eran una piedra atascada que hacía ruido, que oxidaba el mecanismo, que interrumpía la estética pulida del éxito. Eran la piedra en las fauces de la bestia, la que no se traga, la que rasga la garganta al pasar, lo hacían sangrar. Forzaban al éxito a atragantarse con su propia pulcritud. Eran el vómito que el mercado no podía contener sin mancharse.
Y lo mismo supieron otros grandes: Hetfield, Halford, Lemmy, Mustaine, Danny Carey, Tom Araya , Scott Ian, Jonathan Davis, Corey Taylor. Todos conscientes de ser instrumentalizados, pero incapaces de obedecer.
Iron Maiden cargaba como caballería en The Trooper, riffs que eran lanzas atravesando pechos. Judas Priest en Painkiller convirtió la violencia en precisión quirúrgica: baterías como ametralladoras, guitarras como látigos, voces que cortaban gargantas sin pedir disculpas. Metallica con Master of Puppets gritó lo que todos sabíamos: somos marionetas del capitalismo, y aun así la música mordía las cuerdas hasta deshilacharlas. Slayer pulverizó la religión con cuchilladas eléctricas en South of Heaven. Megadeth rugió contra la alienación política, Pantera martilló la rabia obrera en riffs de acero que aún hoy tiemblan en fábricas abandonadas.
Y Ozzy Osbourne por eso también era consciente. Sabía que el sistema lo estaba usando. Sabía que era un objeto vendible. Pero desde ahí, desde ese saber brutal, construyó una figura que no obedecía: resistía. No solo desde el gesto, sino desde la materia misma del sonido. Porque el rock, incluso en su versión más mercantilizada, tuvo una técnica musical y vocal que exigía preparación, virtuosismo, ensayo, desgarro físico y coherencia escénica. No era solo espectáculo: era arquitectura sonora. Era una propuesta formal.
El Metal era un estratega del caos. Convirtió el escenario en verdugo, usó el escándalo como bisturí, la blasfemia en camino. Detrás del maquillaje y del ruido industrial había mentes que no vendían solo música: ejecutaban emesis con filosofía envuelta en ruido, obligándonos a mirar lo que nadie quería ver. En él estaba la belleza de lo retorcido: un corpus de sonoridad que supo transformar al monstruo en oráculo y el horror en verdad. Era la oscuridad donde la sociedad se veía precipitarse en su podredumbre.
La diferencia no reside en la piel ni en la tierra que se pisa, sino en la hondura de la conciencia, en la lucidez que desgarra y en el arte capaz de transformar el ruido en revelación y en rebelión.
Y ahora mírese al reggaetón: tres notas clonadas hasta el infinito, sin evolución.
Por eso, Karol G no tiene ni la más mínima puta idea de nada de eso. No sabe lo que es el mercado, ni el sistema que la fabrica, ni de la instrumentalizacion capitalista. No sabe lo que es el capitalismo ni la filosofía de los mercados. No ha leído una sola página sobre agricultura digital, sobre domesticación simbólica, sobre identidad colonizada. No tiene identidad, los gringos se la robaron. No sabe lo que es técnica. No sabe lo que es armonía, ni disonancia, ni tesitura, ni construcción rítmica. No tiene formación musical ni conceptual. No sabe lo que canta, no sabe cómo lo canta y como se produce, no sabe por qué suena. Solo canta lo que otros le dicen, y suena como le ordenan que suene. No hay allí ningún eje desde el cual construir conciencia, ni resistencia, ni estética. Solo hay rendimiento y servidumbre.
Y sí, claro que es distinta. Porque mientras el metal fue títere y titiritero al mismo tiempo, Karol G es solo títere, y ni siquiera sabe que hay un titiritero. No lo ve, no lo entiende, no lo nombra, porque lo ignora. Ella desfila por París vestida como los norteamericanos imaginan que se visten las mujeres “latinas” cuando quieren sentirse “empoderadas”: y allí las otras mujeres la ven caricaturizada, vulgarizada y ridiculizada. Y sonríe. Sonríe con incomodidad y un copete, pero sonríe. Porque sabe que si no gusta con su carisma, desaparece. Ella está para agradar. Porque no tiene nada más que ofrecer: agrado y mediocridad. Es una máscara que no tiene rostro detrás. Ella es todo el kit completo de la muñeca con la que juegan y, luego, desechan para reemplazarla por otra más joven. Es un producto desechable de cortísimo tiempo.
Y esa es la diferencia. El metal no cantaba: escupía sangre. No tenía intención de agradar porque ya lo había perdido todo. No le cantaba al público: le gritaba al abismo. No era música, era vómito con acordes que al mismo capitalismo obligaba a tragar. Era lo que pasa cuando el alma ya no cabe en el cuerpo. Cantaban como perros arrastrados por el pavimento que todavía muerden. No vendían nada. No explicaban nada. No justificaban nada. Solo gritaban para no enloquecerse más en su propia demencia. Y sabían que los estaban usando, claro que lo sabían, pero aun así se revolvían desde dentro del sistema como cuerpos infectados que se niegan a sanar. No eran mercancía dócil. Eran pus en la herida que el mercado disfraza de piel nueva. Eran lo que queda cuando ya no hay nada que salvar.
Karol G no canta. Se calla mientras canta. Y sonríe. Porque es lo único que le enseñaron a hacer. Sonríe mientras la visten como muñeca tropical, aunque por dentro esté tiesa, incómoda, anulada y con un tinte en el pelo cada semana. Pero sonríe. Sonríe aunque no la escuchen. Aunque no la respeten. Aunque no la entiendan. Aunque la miren como bicho raro o cacatúa en desfiles de moda, y ella, trémula por dentro, tenga que seguir moviendo el culo como si eso bastara para no desaparecer y luego improvisar con una lambada y el spanglish como mediocridad de campaña de mujer colombiana mal hablada.
Cree que canta empoderamiento, pero no sabe de colonialidad ni de explotación cultural. Canta lo que otros escriben, repite lo que la disquera dicta, suena como el algoritmo ordena. Y esa es la peor servidumbre: la que sonríe y lame el suelo de quien ha convertido su género en podredumbre.
Lo que queda, entonces, es lo que Gustavo Bueno diseccionó con bisturí filosófico: el mito de la cultura. El reggaetón no es música de liberación, es fetiche travestido de identidad. No es memoria de los pobres, es catálogo para turistas sacando fotos y la canción de fondo para selfie con los mil filtros que tiene Instagram como opción para ponerte más guapetón. No es resistencia, es obediencia con cadera. Y su mayor triunfo no está en las discotecas, sino en haber logrado blindarse bajo la etiqueta mágica de “cultura popular”. Basta nombrarlo así, para que la crítica quede anulada; basta invocarlo como cultura para que todo cuestionamiento parezca elitismo.
Esa es la obscenidad: que un producto de laboratorio, repetitivo y dócil, sea sacralizado como si fuera mito fundacional. El reggaetón no conquistó al mundo: lo conquistó el mercado, que lo clonó de franquicia. Lo demás es la trampa del mito: confundir mercancía con memoria, confundir coreografía con política, confundir ruido con historia. El rock no se salva, como ya mencioné antes, ninguno de nosotros nos salvamos, pero no estamos tratando de venderlo como ideología política y salvador del proletariado. Lo obsceno del reggaetón no es que sea mercancía, lo somos todos, sino que haya logrado camuflarse como si fuera una maldita utopía feminista que lidera los hashtag en los festivales más anglo.
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