Un descenso a la teología del abismo

Juanita Uribe
Estudió psicología, es escritora y columnista. Ha publicado textos literarios y de opinión en medios digitales e impresos, y ha sido premiada en concursos de escritura creativa. Su trabajo combina divulgación científica e histórica con crítica social y política.
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ACTO I: El descenso
La sacratísima que amamanta con sus pechos el duelo interminable, se alza como un sacramento de llagas. Eleva el espíritu, sí, pero lo eleva hacia un vacío incendiado, donde solo queda la contemplación suspendida en el desasosiego sin remedio. Te aferras a una divinidad violada por tus propios alaridos, desgarrando el cielo en busca de una explicación que jamás descenderá. Los ángeles, todos, habían anunciado su muerte, y ahora un coro traslúcido atraviesa el silencio eclesiástico en la ruina de tu alma, una iglesia derruida en la que los santos te observan inmóviles, mientras tú yaces desnuda, derrumbada, abolida en tu propia existencia. Resuena el canto, los versículos arden, Dios se alza en su apogeo, pero no es el cielo: es el infierno y sus brasas vivas, que devoran con el dolor más aterrador la visión de un cuerpo infantil, tu hijo, inerte. Ningún dios te lo devolverá de los muertos. Has quedado atada al mundo de los difuntos: no habrá Lázaro, no habrá Cristo resucitado, no habrá milagro que prolongue esa escenografía quebrada. Ha muerto tu hijo, y en su fosa te has sepultado tú.
El duelo por la muerte de un hijo no se mira de frente: es una potencia que atraviesa el tiempo, el cuerpo y la cordura. No es lineal: es una marea que golpea y retrocede, que te arrastra a la orilla solo para volverte a hundir. No es emoción ni accidente, sino fuerza telúrica, dios invertido que desgarra a los hombres de su mundo. Y como toda fuerza primigenia, no obedece a géneros ni categorías: no es terror, no es drama, no es psicoanálisis. Es el vacío absoluto vestido de memoria.
Lars von Trier lo comprendió en Anticristo: no filmó miedo, filmó teología. No narró una historia, sino un sacramento invertido, un evangelio del dolor donde la maternidad se convierte en crucifixión perpetua. Clasificar su obra como “terror” es degradarla, como llamar “sombras” al eclipse.
La madre que pierde a su hijo no enfrenta fantasmas: enfrenta el tribunal invisible de la culpa, ese dios ciego que exige mutilaciones. El sexo, que debería engendrar vida, se transfigura en sentencia. La carne que dio origen se convierte en verdugo. Porque nada es más espantoso que parir y perder: es saberse creadora y asesina en el mismo acto.
Anticristo mostró ese territorio sin concesiones: un bosque donde no hay relojes ni ciudades, sólo raíces enredadas como vísceras, sólo viento que arrastra voces extinguidas. La madre que llora no está en “duelo psicológico”: está atravesando un umbral ontológico, ha sido deportada de lo humano. Y quien ha sido deportado jamás regresa entero.
Yo lo sé, porque perdí a mi hijo de dos años cuando cayó de un noveno piso y el mundo dejó de ser habitable. La realidad se volvió mazmorra, y fui arrastrada a la necesidad del mito y al misticismo como último aire. Crucé las trincheras del infierno viviente, grité plegarias en los jardines del panteón, recogí la tierra con mis manos y la apreté contra el rostro de lo inefable: maldije y bendije al Creador. Me arranqué la cabellera y la ofrecí al útero de la trinidad, aunque me llamaran maldita. Y en medio de mi súplica comprendí que no había nadie: sólo la sombra como abrigo, sólo el vacío sosteniendo mi cuerpo ultrajado. Pobres de los que aún ignoran la estrategia: Satanás sentado a la diestra del Padre, vestido de Dios.
El duelo es el verdadero anticristo.
La agorafobia no era un trastorno: era el idioma del duelo. Cada puerta se erguía como un sello del Apocalipsis, cada calle desierta, un templo devastado donde oficiaban espectros. Afuera, el caos; adentro, la tumba; y yo, suspendida en el umbral, criatura desterrada entre dos mundos. Mi corazón desbocado era trompeta de juicio, mi sudor diluvio, mi vértigo abismo. Y cada silencio se abría como un abismo donde lo escuchaba llorar: no era memoria, era presente, un llanto interminable que no cesaba, como si mi hijo hubiera quedado atrapado en el tiempo, clamando por unos brazos que ya nunca podrían alcanzarlo. Ya no habita el presente: habita el teatro invisible de un juicio que se repite sin fin, como las Erinias acosando a Orestes. El detalle mínimo se transmuta en oráculo, en signo que la psique interpreta como fatalidad. Así, el dolor no solo desgarra: se convierte en mecanismo sagrado de acusación, una maquinaria que no cesa hasta transformar a la madre en su propio verdugo.
El duelo me convirtió en su sierva. Me coronó como oficianta de un culto oscuro. En penitencia interminable. Me redujo a ritual; me castigaba con duchas heladas como látigos, obsesiones que giraban en círculos como danzas órficas, me imponía delirios que eran letanías, con símbolos que sólo yo podía leer: repeticiones absurdas para conjurar culpas invisibles. El duelo no pide explicaciones, ordena con voz oracular: impone rituales. Y quien ha sido marcado por su sello sabe que la culpa no se expía, se convierte en un veneno psicótico que circula por las venas como himno y castigo. No era locura clínica: era liturgia invertida, teología descompuesta, donde el dios del duelo exigía oblaciones imposibles, holocaustos y yo, oficianta forzada, alzaba mi propio cuerpo como sacrificio. Me ofrecía a mí misma como víctima. Era realidad retorcida. Donde ese dios exigía y yo obedecía. Así lo entendí: perder a un hijo no es un hecho biográfico, es la irrupción de lo sagrado en su versión más cruel. Es un descenso órfico al abismo, donde la madre no rescata a su hijo del Hades, sino que queda ella misma atrapada en su umbral, oficiando un culto eterno a un dios sin rostro. En ese santuario de sombras la culpa se vuelve divina, multiplicando el dolor hasta volverlo majestad insoportable. Allí sacerdotisa sin altar, prisionera del rito, guardiana del llanto interminable.
ACTO II: La profanación
Luego viene recibir el dictamen de la autopsia que es asistir a la deshumanización como último acto: ver cómo lo sagrado se traduce en jerga fría, cómo la carne amada se convierte en objeto de estudio. Tu hijo ya no aparece como hijo, sino como un cuerpo numerado, abierto, manipulado, rotulado. La muerte no se conforma con arrebatártelo: necesita humillarlo, trazar con bisturí la cartografía de su ausencia. No hay compasión en esas páginas: solo la constatación de que ya no es tu niño, sino un cadáver diseccionado. El amor queda aniquilado en cada término técnico, porque el lenguaje clínico no sabe decir ternura, no sabe decir abrazo, no sabe decir te amo. La autopsia no informa, arrasa: traza en bisturíes lo que fue infancia, lo que fue risa, lo que fue vida. Lo profana para siempre. Comprendes entonces que la muerte no se agota en la ausencia, sino que necesita perpetuar su violencia. El dictamen es la última función brutal y violenta que deja la muerte, un acto burocrático que te hiere con más fuerza que el vacío mismo: tu hijo ha sido reducido a resto, a expediente, a informe. Y mientras lees, lo que en realidad lees es tu propio desgarramiento, tu alma diseccionada en frases impersonales que repiten la misma sentencia: lo que fue tuyo, lo que cuidaste, ya no te pertenece. Ese cuerpo amado ha sido arrancado de la categoría de hijo para ser inscrito en la categoría de cadáver. Y es en ese instante cuando entiendes que el duelo no es solo perder: es convivir con la mutilación de lo sagrado. Es despertar cada día del duelo, en un forense anfiteatro.
ACTO III: Hýbris noctívaga
Es entonces cuando la mente se quiebra, porque pretende sostener lo insostenible: insuflar al cadáver un aliento que no volverá, arrancar al ausente de su sepultura como si el tiempo pudiera ser sobornado. En ese umbral, el duelo se transmuta en demencia: no un extravío banal, sino una metafísica encarnada, una herejía contra el orden del cosmos. Es la pulsión de detener la rueda de Cronos, de impugnar la sentencia de Hades, de urdir un litigio imposible con la Muerte misma.
Se sabe, en lo más hondo, que es una empresa inútil, y aun así se insiste, porque el amor no reconoce imposibles. Y de ese forcejeo contra el ser, ese pugilato entre la carne y lo irremediable, brota la ruina del cuerpo: sudor que hiela, corazón que galopa como un tambor de guerra, noches en que el sueño se fractura en ataques de ansiedad y vértigo. El pánico se apodera del ambiente en el que habitas. Despertar no es volver a la vigilia, sino caer de nuevo en la pesadilla intacta: soñar con el hijo perdido, creerlo vivo unos segundos para presenciar otra vez su muerte al abrir los ojos.
Esa locura es, paradójicamente, la respuesta más cuerda frente a lo insoportable: un desgarrón que atraviesa la tela de la razón. Porque ninguna razón puede explicar lo inefable. La pérdida de un hijo es innombrable, carece de palabra, es un abismo sin título; un vacío que devora el lenguaje y lo obliga a gemir como un órgano barroco en catedral desierta.
“No está, no está, no está”. Y cada eco se clava como hierro ardiente en las entrañas.
Así, la locura se revela cuerda: ¿qué razón podría explicar lo insoportable? ¿Qué dogma podría nombrar lo innombrable? Y es entonces cuando ocurre la inversión más monstruosa: Mi hijo ha partido, pero la que ha dejado de pertenecer al mundo de los vivos soy yo: condenada a sobrevivir como fantasma de mi propia historia.
Por eso, para mí, Anticristo no es cine de terror. Es una obra maestra: una misa negra filmada en los bosques del inconsciente, donde los animales hablan porque ya no hay diferencia entre lo humano y lo bestial. La naturaleza es así: incompasiva, descarnada, afirmada en lo intestinal que hemos querido olvidar. No es que a veces se vuelva salvaje: su composición misma lo es.
Porque fuera de nuestros muros cómodos ocurre lo ineludible: el polluelo que cae y es devorado por hormigas, el zorro que arrastra la miseria de sus entrañas abiertas, la sierva que pare un cadáver que pende grotesco de su propio vientre.
Eso no es terror, aunque se nos clave en los ojos con la misma fuerza de lo intolerable. Eso es la naturaleza: la sentencia primera, la memoria que hemos querido olvidar, pero que nos recuerda,
con brutalidad inapelable, que también somos suyos, que habitamos bajo la misma condena. Si los hijos de los animales perecen sin redención, ¿qué privilegio absurdo nos haría pensar que nuestras crías estarían exentas de ese destino cruel?
Por eso Anticristo es, más que una película, es un espejo donde los dolientes nos reconocemos: no como víctimas, sino como sacrílegos que han sido expulsados para siempre del paraíso.
El duelo no termina: se transforma. No se supera, se atraviesa con el temblor del cuerpo, sin la mínima fuerza. Primero arranca la carne, después pudre la memoria, y al final se erige como soberano de todas las horas. Nada sucede fuera de él: la risa es impostura, el abrazo es simulacro, la palabra es ceniza. El doliente ya no vive en el tiempo común: respira en otro calendario, en el calendario de los muertos. La angustia es el alimento. No hay otro.
El duelo por la muerte de un hijo no se escribe: se encarna. Es un tajo abierto en la médula del ser. No se trata de lágrimas ni de consuelos, sino de un vacío que desgarra las entrañas; un hueco imposible de suturar donde todo lo humano se quiebra. El cuerpo del hijo inerte es la revelación del infierno en la tierra: ninguna metáfora, ninguna fe, ningún dios. Solo la evidencia de que la vida puede arrancarte lo más sagrado y dejarte arrojado a un suelo frío, a un polvo de huesos que nunca volverán a ser carne. Ese duelo es la ruina que respira, la intemperie que habitas, el lugar donde hasta la memoria se convierte en tormento: porque recordar ya no devuelve, solo profundiza el abismo. Y lo sabes: nadie que no haya descendido a este territorio de muertos comprenderá jamás de qué sustancia está hecha esta condena.
Entonces entiendes que la divinidad no estaba en el milagro, sino en la herida. Que el altar se derrumbó solo para revelarte que lo sagrado nunca fue luz, sino ceniza encendida sobre tu carne. Ya no hay cielo ni infierno: solo la certeza de que los dioses se nutren de hijos arrancados, de gritos interminables, de padres y madres reducidos a restos. Y en esos restos, en esa devastación, brilla un resplandor imposible de nombrar: la belleza aterradora de haber tocado el límite de lo humano. Has sido arrojada al corazón de lo inefable, allí donde lo divino muestra su verdadero rostro: no el de la misericordia, sino el del espanto absoluto. Y sin embargo respiras. Porque ese espanto que te consume es también lo único que queda de tu hijo: la huella ardiente de su existencia, inscrita para siempre en la ruina de tu ser.
La muerte de un hijo no es un acontecimiento humano: es un cataclismo. Es el final del Génesis y el principio del Apocalipsis, escrito, no en pergaminos, sino en carne arrancada, en la voz rota que ya nunca pronunciará su nombre. Allí la divinidad se despoja de toda máscara: no hay padre piadoso, ni hijo resucitado, ni espíritu consolador. Hay un solo dios, y es el dios del espanto, del horror que se revela en el cadáver del hijo amado. Y en esa revelación entiendes que el mundo jamás volverá a sostenerse: que cada día será un eco del derrumbe, que cada respiración será el recordatorio de que caminas sobre ruinas. La muerte de un hijo es la liturgia suprema que entroniza al dolor como única divinidad. Ninguna plegaria alcanza a redimirlo, porque no hay altar que soporte la ofrenda de esa carne arrebatada. Y en ese templo devastado, donde lo sagrado fue profanado hasta sus últimas ruinas, el cuerpo muerto del hijo permanece como la única escritura posible, la única verdad revelada: que el universo se sostiene en la atrocidad de haberlo perdido para siempre.
ACTO IV: Metanoia en las entrañas del abismo
El renacimiento no llega como prodigio, sino como lenta mutación del cuerpo desgarrado. Durante años, la carne fue un desierto: todo canto enmudecido, toda mirada convertida en páramo. Pero un día, sin que se anuncie, la piel se abre como crisálida que se ha desgastado en su propio encierro. Cayeron plumas arrancadas, una tras otra una a una, y en su desnudez queda un organismo distinto, irreconocible. Se retorna desde las entrañas del infierno no con júbilo, sino con la gravedad de quien sabe que ya ha muerto una vez.
Y sin embargo, ese regreso no pertenece ya al propio cuerpo: desde la muerte del hijo, toda existencia se vuelve custodia. El sobreviviente no regresa intacto: vuelve convertido en guardián, sacerdote de una memoria ardiente. La palabra se transforma en sacramento, en lámpara que protege del olvido la presencia del hijo que ya no respira. En esa vigilia interminable, la herida nunca cicatriza: se ennoblece, se vuelve dignidad. Se camina con el cuerpo roto, pero erguido, como testigo de un fuego que no consumió por completo.
Así se comprende que la vida, tras el descenso al abismo, ya no se vive para uno mismo, sino como ministerio de ausencia. Había que morir para nacer otra vez; y había que renacer para sostener. La ceniza se convierte en ornamento, la culpa en inquisidora perpetua, la nostalgia en huésped incorruptible. Pero sobre todo, queda el mandato silencioso: atestiguar que incluso en el centro del infierno, donde ningún dios devolvió lo arrebatado, el amor persiste incorruptible, respirando con una obstinación más fuerte que la muerte.
La muerte me dejó una orden: escribir con la honestidad que ella demanda. No fue concesión, sino mandato. Me entregó ese recurso exquisito como un privilegio oscuro, una gracia que aterra. Desde su frío misterio, me exigió no adornar la realidad, no apartar la mirada, no fingir consuelo donde no lo hay. Ese don, el de escribir sin velos, es, al mismo tiempo, un préstamo, porque sé que un día, cuando ella regrese por mí, vendrá a reclamarlo. Así como se llevó a mi hijo, me arrebatará también las letras que me otorgó, y solo entonces sus manos borrarán lo que yo haya escrito desde la única autoridad posible: la vivencia. Hasta ese momento, mi palabra no me pertenece; le pertenece a la muerte que me la dictó.
Me he hecho escritora por la muerte. No se olvida a quien muere: se le convierte en eternidad. Uno se inmola en su propio cuerpo y, en ese sacrificio, transmuta la herida en palabra.
Hoy soy madre de nuevo. Ese niño precioso y sagrado, como su hermano ausente, me ha devuelto la primavera después de más de diez años de exilio en la intemperie del duelo. Ha sembrado orquídeas en mi útero exhausto y camelias en mis pechos heridos. Yo también he florecido: he germinado otra semilla sagrada. Soy jardín de tulipanes, vergel de sueños, constancia de amor inagotable.
Él llegó como clavel radiante a fecundar los huesos resecos que dejó la partida del primogénito. Transformó la ceniza en gloria, la ruina en gardenia, la soledad en una corona de miel y leche que se ofrece como dádiva.
En mis raíces están ellos dos. En la hondura de mis entrañas permanecen entrelazados, como canarios anidados en mi pelo. Los llevo conmigo en cada letra y en cada canto, en la nostalgia de los paisajes deshabitados y en el último cerrar de mis ojos claros.
El verdadero Anticristo no es bestia ni espectro: es el duelo por el hijo sepultado o guardado en un cofre de cenizas. Es el arquitecto de ruinas que se instala en la carne de los padres y los devora despacio, hasta volverlos templos profanados por el silencio.
A todas las madres y padres que han visto partir a sus hijos, que han respirado la demencia insoportable del dolor: escuchen. Se puede seguir. No con la mansedumbre de los vencidos, sino con la furia de quienes deciden alzarse contra la nada. No entreguen su vigilia a las criptas, no apaguen la última lámpara: más allá de la devastación todavía se escucha un canto secreto, un fulgor que atraviesa los escombros y resuena en las catedrales invisibles del alma.
El duelo es tirano, sí, pero no omnipotente: su imperio se deshace cuando irrumpe la aurora, esa llamarada que desgaja la penumbra y abre de golpe los cerrojos de la esperanza. Si el dolor es el Anticristo, la memoria es la resurrección: en ella se cincela la eternidad del hijo ausente, en cada palabra arde la constelación intacta de su existencia.
La muerte reclama cuerpos, pero jamás podrá arrancar del universo lo que ha sido amado con furia sideral, con ternura sin medida. Ese amor infinito, incorruptible, eterno, indomable, es la verdadera victoria. Es la herencia que ninguna sombra podrá profanar, la llama que no se extingue, el relámpago que convierte el horror en milagro.
Y es en ese milagro, terrible y sublime, donde se revela con violencia la verdad: ¡sí, se puede seguir! ¡Avancen! ¡Avancen! ¡Avancen incluso cuando el pecho se quiebre en su propia tempestad! Avancen como quien se levanta desde la devastación hacia la majestad secreta de la vida, hacia la divinidad inquebrantable de la naturaleza que aún palpita bajo el peso del duelo. Aún cuando el corazón yace arrodillado ante el nombre del hijo perdido. Avancen, no como los cuerpos sometidos, sino como quienes, aun rotos, se niegan a capitular desfallecidos, frente al vacío. Como la furia sagrada de quienes deciden erguirse contra el abismo.
Porque hay vida.
Hay vida!
Hay vida!
Hay vida!
Vida mutilada, pero vida al fin:
No intacta, no radiante, sino estremecida, quebrada, como soldado que regresa amputado de la guerra, exhausto, pero invicto en su sola persistencia..
Vida obstinada, insumisa porque incluso con el corazón desgarrado, entregado entero al hijo que partió, aún late la vida: frágil, trémula.
Y esa vida, aunque no se desee, aunque se maldiga, aunque se arrastre entre lágrimas y escombros, aún guarda la majestuosidad indestructible de lo humano. Más allá del grito que parecía definitivo, todavía hay abrazos que reclaman su cuerpo, todavía un estremecimiento de vida. La muerte se lleva cuerpos, sí, pero jamás podrá arrancar lo que ha sido amado con una ferocidad intensa, que desafía al tiempo y a los dioses. Ese amor desbordado, inconmensurable, indomable e infinito, no se pudre en la tierra.
Ni la fosa más honda ni el olvido más cruel tienen poder contra lo que fue amado hasta la demencia. Allí donde la muerte firma su sentencia, la memoria erige su insurrección: lo amado, lo verdaderamente amado, no puede morir jamás.
ACTO V: Teofanía en ruinas
Así que esa vida aunque no se quiera habitarla, aunque parezca insoportable sostenerla, Ese latido mínimo, invisible, invencible es el testimonio de que la muerte nunca tendrá la última palabra.
Y así, en el día final, cuando la Muerte vuelva por mí, sabrá que no llega a un despojo sino a un templo en llamas. Y allí, en el instante supremo, cuando el universo se pliegue sobre sí mismo, y las estrellas se recojan como frutos maduros volveré a escuchar el canto de mi hijo sagrado resonando como trueno en bóvedas celestes. Ese será mi Apocalipsis y mi inmortalidad.
En memoria de mis dos hijos sagrados y preciosos: David y Gael cuyos nombres son constelaciones sobre mi pecho.
El silencio de David, no es vacío: es la voz inmutable del cosmos, la aurora perpetua, el río subterráneo que me atraviesa. Él es la raíz que canta bajo la tierra cuya ausencia se hizo evangelio secreto en mi carne y cuya presencia invisible sostiene mis letras como columnas eternas que entrego a mi hijo que aún resplandece en mis brazos, quien lleva en su sangre la inmortalidad de su hermano.
Uno habita en la hondura insondable, otro en la plenitud del ahora, y ambos son mi eternidad.
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