
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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La perfección no siempre disuade por su belleza. Un primer ejemplo es el amor. Cuando dos seres están enamorados hay la menor posibilidad de que alguno de los dos sufra. Esto ocurre porque el enamoramiento es como una luz que calcina cualquier error. ¿Cuánto demora este tiempo cadencioso? ¿seis ¿ocho meses? ¿un año? A lo sumo dos, dicen los amorosos. Pero al apaciguarse esta época (nombrada como feliz al punto de permitir que alguien extraño penetre en todos los vericuetos del cuerpo) llega puntual y también perfecto, el desamor, más conocido como desdén. Entonces no hay manera de que lo perfecto sea bello. Sin embargo, su funcionamiento es tan metódico y organizado que quienes se amaron y después no, en un rapto de lucidez reconocen la belleza de esta nueva oscuridad. Así como llegaba puntual el beso, el polvo, la risa, la picardía en el tiempo del amor, la conexión, la complicidad; así llega con rigor la carencia, la distancia, el aburrimiento y la grosería. Se vuelve un imposible cualquier acto y gesto que antes era fluido.
La perfección también surge cuando el vilipendiado mal alcanza su punto de esplendor con el mismo ímpetu que el ensalzado bien. Por eso la poesía como la perfección habita en la luz y en la oscuridad.
Hablemos de la perfección en la ineficiencia. La burocracia es una joya en ello. El burócrata, protegido por un vidrio, por un escritorio jamás piensa en el ciudadano, le interesa cumplir su ritual que es casi siempre un camino pedregoso y sin destino.
Vivimos rodeados de discursos que exaltan la innovación tecnológica, la inteligencia artificial y la gestión empresarial como si fueran credos redentores, pero en un contrasentido provocador: hay también una perfección en la ineficiencia. Y quizá no exista escenario más ejemplar de ello que la burocracia: papeleo excesivo, trámites interminables, ventanillas que remiten a otras ventanillas. Pero esa maquinaria lenta y aparentemente absurda posee una lógica interna que, paradójicamente, garantiza ciertos valores que solemos dar por sentados.
La ineficiencia burocrática funciona como un freno al despotismo de la inmediatez. Hacer una fila o sentarse a esperar que el médico nos atienda, resulta muchas veces una pausa necesaria para aquellos que siempre andan corriendo. Como mi madre, por ejemplo, que solo se daba vacaciones cuando enfermaba; o como Alfredo, el personaje de Cinema Paradiso que sólo dejaba de proyectar películas los viernes santos ¿y si Jesús no hubiera sido crucificado, Alfredo?
La lentitud burocrática, con toda su frustración, es también un espacio de humanidad. Conviene entonces pensarla como una joya de la imperfección: un mecanismo que, en su perfecta torpeza, nos protege de la vorágine de la eficacia desmedida. Quizá deberíamos aprender a ver en ella no un simple obstáculo, sino una forma inesperada de justicia. Se me ocurre pensar en lo perfecto que es tener la absoluta certeza de que tal o cual funcionario jamás solucionará el problema o trámite que hará más grata la vida.
Hay una belleza oculta en el trámite interminable: en él se encarna la memoria de lo colectivo. Cada sello es una huella de que alguien antes pasó por allí; cada espera, la constatación de que los asuntos públicos no obedecen al reloj del mercado. La burocracia, en su terquedad de papeleo, resiste a la prisa, y en esa resistencia guarda la ilusión de estirar el tiempo, de creer que somos eternos.
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