Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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En un gobierno que se autodenomina “el gobierno del cambio”, la promesa de ser un punto de inflexión en la forma de hacer política y gobernar no puede quedarse en palabras. Esa etiqueta implica no solo una agenda transformadora en políticas públicas, sino también una conducta ejemplar en los principios éticos y morales que guían el accionar del Estado. Sin embargo, los recientes casos de denuncias contra altos funcionarios por acoso laboral, sexual o violencia intrafamiliar plantean una pregunta fundamental: ¿Cómo debe reaccionar un gobierno que aspira a ser diferente cuando sus propios miembros son acusados de conductas que traicionan esa promesa de cambio?
Recientemente, el caso del concejal Diego Cancino, acusado por una contratista de acoso sexual, ha encendido nuevamente las alarmas sobre la coherencia del gobierno del presidente Gustavo Petro. Pero este no es un caso aislado. Existen otras denuncias contra funcionarios o colaboradores cercanos al Gobierno, en donde las acusaciones varían desde acoso laboral hasta violencia de género. Ante esto, el silencio oficial no solo resulta incómodo, sino que mina la legitimidad de un gobierno que prometió un nuevo modelo de gestión pública, más justo y más humano.
Otro ejemplo es Hollman Morris, presidente de RTVC y amigo cercano de Petro, quien acumula acusaciones que van desde acoso sexual y laboral hasta violencia intrafamiliar. A pesar de las múltiples denuncias, incluida la presentada por su exesposa Patricia Casas por presunta violencia intrafamiliar y económica, y otras por acoso sexual, Morris sigue ocupando un cargo relevante. Por su parte, Armando Benedetti, actual embajador de Colombia ante la FAO, también ha sido señalado por su exesposa por presuntas agresiones y amenazas con un cuchillo, lo que se suma a las denuncias por violencia política presentadas por Laura Sarabia.
Además, el ministro de Tecnologías, Mauricio Lizcano, ha sido acusado en el pasado por acoso sexual, y el senador Álex Flórez enfrenta investigaciones por violencia intrafamiliar agravada, entre otros procesos.
La cuestión que surge es si el silencio del Gobierno responde a una estrategia de prudencia o, por el contrario, se trata de un silencio cómplice. Esperar a que la justicia se pronuncie puede sonar razonable, pero ese argumento se queda corto cuando se considera que la legitimidad de una administración no depende únicamente de la legalidad, sino también de su postura ética frente a situaciones que involucran a sus integrantes.
Un “gobierno del cambio” debe ser implacable frente a estas situaciones. La prudencia, mal entendida, puede degenerar en tolerancia, y la tolerancia, en complicidad. La tolerancia no es lo mismo que el respeto, de hecho, aquí es una antítesis. No se trata de prejuzgar a los acusados, pero sí de establecer una línea clara: mientras las investigaciones se desarrollan, es necesario separar temporalmente del cargo a los funcionarios involucrados. Este gesto, lejos de ser una condena anticipada, sería un mensaje contundente de que ninguna persona, por más poder que ostente, está por encima del escrutinio público y de la ética que se espera de quienes ocupan cargos de responsabilidad.
Separar a los funcionarios no es solo un acto de coherencia política, sino una muestra de respeto hacia las víctimas. En un país con altos índices de violencia de género y acoso, cualquier señal de impunidad puede desincentivar a las víctimas de denunciar, perpetuando un ciclo de abuso e injusticia. Si un ‘gobierno del cambio’ no puede garantizar un entorno seguro para los denunciantes, ¿cómo puede aspirar a transformar las estructuras que generan esas injusticias?
La historia reciente de Colombia ha demostrado que el silencio, bajo la excusa de la presunción de inocencia, ha permitido que funcionarios con conductas cuestionables permanezcan en sus cargos, afectando la confianza ciudadana en las instituciones. La legitimidad de un gobierno se construye no solo con políticas acertadas, sino también con acciones coherentes ante los dilemas éticos. No basta con impulsar leyes a favor de la equidad de género o la protección de los derechos humanos si, al mismo tiempo, se tolera que sus propios miembros actúen en contravía de esos principios.
En política, los gestos son tan importantes como las palabras. Y en este caso, el silencio de un gobierno ante denuncias tan graves puede interpretarse como una falta de compromiso real con la transformación prometida. Los votantes no eligieron un gobierno del cambio para que repitiera los mismos errores del pasado; eligieron una administración que se comprometió a ser diferente, más ética y más justa.
La ciudadanía espera que sus líderes estén a la altura de las promesas que hicieron. El gobierno de Petro tiene la oportunidad de demostrar que realmente encarna un cambio al tomar decisiones firmes ante estas denuncias. La justicia debe seguir su curso, pero el liderazgo político no puede esperar sin hacer nada. Separar temporalmente a los funcionarios mientras se investigan las acusaciones enviaría un mensaje de cero tolerancia y marcaría un antes y un después en la política colombiana.
No se trata de hacer cacería de brujas, ni de condenar sin pruebas. Se trata de entender que un gobierno del cambio debe basarse en principios sólidos y no en retóricas vacías. La legitimidad se construye con acciones coherentes y con una respuesta clara ante la corrupción, el abuso y la violencia. La única forma de demostrar que se está del lado del cambio es mostrando que, ante el más mínimo atisbo de traición a esos principios, se actuará con firmeza.
La historia juzgará no solo a quienes han cometido abusos, sino también a quienes, teniendo el poder de actuar, decidieron guardar silencio.
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