
Gustavo Melo Barrera
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Con la orden de desclasificar los archivos del DAS, Petro acaba de abrir la caja de Pandora del uribismo: una historia de espionaje, persecución y mentiras de Estado que muchos creían enterrada. Y mientras el país intenta procesar su propio pasado, los negacionistas del poder se comportan como Doña Florinda, indignados porque el pueblo ya no les sirve el café ni les cree las historias.
La historia se repite, pero esta vez con expediente y sello presidencial.
El presidente Gustavo Petro firmó la orden de desclasificar los archivos del extinto DAS, ese monstruo de tres cabezas que en nombre de la “seguridad democrática” persiguió, espió, amenazó y destruyó vidas de periodistas, magistrados, sindicalistas y opositores.
Y claro, los mismos que decían “no sabíamos nada” ahora están desbordados en cólera.
Los vemos en televisión y en redes, con la misma cara de Doña Florinda cuando el Chavo le da una respuesta que no entiende: indignados, con perfume caro, y gritando que el barrio se está viniendo abajo… porque ya no lo controlan.
Lo que realmente los aterra no es el decreto, sino el espejo.
La desclasificación de los archivos del DAS puede revelar lo que muchos colombianos intuían, pero nunca pudieron probar: que detrás del poder había una estructura de inteligencia dedicada a silenciar a quienes pensaban distinto.
Que los enemigos no estaban en las selvas, sino en las redacciones y en los tribunales.
Y que la “seguridad democrática” fue muchas veces una dictadura selectiva con lenguaje técnico.
Hoy, el uribismo padece un ataque de pánico colectivo.
No por amor a la verdad, sino por miedo a la memoria.
Los que antes pedían “mano dura” ahora claman por “debido proceso”.
Los que justificaron interceptaciones ilegales hoy hablan de privacidad y derechos humanos.
Los que aplaudían a los generales por “proteger la patria” ahora denuncian persecución política.
El síndrome de Doña Florinda en su máxima expresión: cachetear la realidad con guante blanco y fingir que el culpable sigue siendo el pobre Chavo —es decir, el pueblo que votó distinto.
El decreto de Petro no solo desentierra el pasado, sino que desnuda el presente.
Porque la oposición, incapaz de hacer política sin odio, recurre otra vez a su manual favorito: la negación.
Niegan la corrupción de sus gobiernos, niegan los vínculos con el narcotráfico, niegan las alianzas con parapolíticos, niegan hasta los audios y los videos.
Y ahora, por si acaso, también negarán los archivos del DAS.
Dirán que fueron manipulados, que son falsos, que los firmó un hacker venezolano o un comunista infiltrado en la Casa de Nariño.
Nada nuevo: cuando se les acaba la moral, inventan una conspiración.
El problema es que los archivos no mienten.
Y lo que saldrá de ahí puede cambiar no solo la percepción histórica del uribismo, sino la narrativa del poder en Colombia.
¿Quién ordenó las interceptaciones a periodistas?
¿Quién dio luz verde para seguir a magistrados y opositores?
¿Dónde quedaron las pruebas de las operaciones encubiertas contra líderes sociales?
Las respuestas duelen, pero son necesarias.
Porque sin memoria no hay democracia, solo una comedia mal actuada.
Mientras tanto, los medios tradicionales —esos guardianes del silencio selectivo— reaccionan con una mezcla de miedo y cálculo.
Los mismos noticieros que en los 2000 archivaban denuncias sobre el DAS, hoy cubren la noticia como si acabaran de descubrir América.
Titulares tibios, adjetivos medidos, y una línea editorial que aún teme pronunciar el nombre del patrón político que los alimentó.
Algunos incluso se atreven a preguntar si “es prudente abrir viejas heridas”, como si las heridas se cerraran con olvido y no con justicia.
Pero el país cambió.
Ya no basta con callar o negar.
Las redes, los medios independientes y los portales de investigación están listos para revisar cada carpeta, cada orden, cada interceptación.
Y si algo duele al viejo régimen, es que esta vez no puede controlar la narrativa.
El discurso de la “persecución política” se desinfla cuando la evidencia empieza a hablar.
Y el viejo cuento del “comunismo que amenaza la patria” suena a lo que siempre fue: una excusa para tapar el miedo de quienes usaron el Estado como empresa privada.
La ironía final es deliciosa: los que acusaban a Petro de dictador son los mismos que construyeron un aparato de espionaje estatal contra su propia gente.
Los mismos que justificaron el terror en nombre de la ley ahora tiemblan porque se conocerán los documentos.
Y los mismos que durante años manejaron el país como una finca, ahora lloran porque se abrieron los archivos del mayordomo.
El síndrome de Doña Florinda, versión siglo XXI, consiste en gritar “¡qué horror de vecindad!” mientras el resto del barrio empieza a poner orden.
Y aunque el uribismo no lo entienda, Colombia no está cayendo: está despertando.
Cada archivo desclasificado será una lección para las nuevas generaciones sobre lo que nunca debe repetirse.
Y quizá, con suerte, el país empiece a dejar de actuar como el Chavo pidiendo permiso en su propia casa.
En conclusión: Desclasificar no es venganza: es justicia.
El que nada debe, nada teme; pero el que todo escondió, tiembla.
Y si el pasado regresa, no es por rencor: es porque el silencio, por fin, se hartó de obedecer.
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