Crédito Imagen: Francisco Cepeda
Francisco Rodrigo Cepeda López
Administrador de Empresas / Cantante
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No vivimos lo que nuestros padres, cuyas historias son muchas y muy variadas. Los recuerdos de otros dicen que yo había nacido el año en el que ascendió a la Presidencia el teniente general Gustavo Rojas Pinilla; los míos, que a los cinco años, caminaba yo entre las calles décima y doce sur de Bogotá para asistir a la escuela de Santa Ana. Ya el general había caído.
Niño, no cruces la calle...
Niño, te quedas en casa...
Niño, silencio, no grites...
Niño, la puerta, no salgas...
Niño, la sopa está fría...
Niño, no sé qué te pasa...
Niño, ¡qué mal educado...!
Cuando hablo yo, tú te callas.
Cantó el bardo argentino-español Alberto Cortez en “La canción de las cigarras”.
Los expertos afirman que las cigarras, más que cantar, emiten un zumbido abrumador. Esta puede ser la principal razón para ilustrar el insoportable proceso de enseñanza tradicional mediante el “canto” de una cigarra: para que el “niño quede boquiabierto”, con un discurso muy utilizado en algunas familias y escuelas.
“La letra con sangre entra” ha sido una de las usanzas proverbiales que mejor refleja la idea de que la pedagogía constríñente es la forma efectiva de aprendizaje: el niño debe callar ante el saber y la imposición del adulto. La forma de educar se limita, entonces, a una serie de repeticiones generacionales que se adaptan sin ningún tipo de cuestionamiento… “Este pobrecito niño se convertirá en cigarra”.
En el trayecto desde mi infancia, hasta la edad que tengo, he marchado un tanto a la zaga de las llamadas vanguardias generacionales, siempre tres o cuatro años atrás. Esto ha incidido en mi acercamiento a las personas mayores y a la búsqueda de relaciones fluidas, de pronto estrechas, con ellas. En ese devenir, he logrado “mantenerme al tanto” de los acontecimientos y aprender lo que he aprendido.
No me resulta aún posible establecer si los corrillos de jóvenes de distintas épocas han sido como aquellos en los que me correspondió navegar. Los míos parecían un escenario de desafíos –como en una gallera– donde cada uno chicaneaba (alardeaba) narrando historias reales o imaginadas, preparadas o surgidas de la ocasión, con respecto a heroísmos propios o prestados (mi padre, mi abuelo, mi tío, mi primo, mi hermano), para ser reconocido en el ruedo.
Somos vivientes de este mundo y pasajeros de este tiempo; “cada viaje necesita un equipaje distinto”
Pertenecemos a una franja etaria que, en los pasados 60 estábamos entre los 7 y los 13 años, así que iniciamos los 70 entre los 17 y los 23: edades peligrosas, edades de riesgo. La mayoría, con el ímpetu derivado de firmes intuiciones elaboradas siguiendo los ecos de mayo del 68 y algunas noticias filtradas desde varios lugares de nuestra América (incluida la del norte, que también es nuestra); Martin Luther King, Angela Davis o Malcom X, los barbudos ingresando victoriosos a La Habana, la poco conocida “Masacre de Lares” en Puerto Rico y la resistencia “Boricua”. Eso comenzábamos a ser, todo nos instaba a la acción.
Ecos lejanos llegaron como si provinieran de Saturno, tardíamente en la música, en el vestir y el comportamiento frente a lo convencional. A eso, considero pertinente sumar la influencia de padres y maestros que causó no poca desazón y varios desencuentros en el transcurrir de nuestra existencia.
“Las canciones, sólo para distraer”, han dicho muchas voces del poder; ¿esta les parece una de ellas? Sería una de las discusiones en las que nos enfrascamos en los 70. “Que hay influencia extranjera, que miren esas fachas, ¡que no me pinten las paredes!, que, a usted quién le ha dicho esto’; que debes acatar a los mayores en edad, dignidad y gobierno…”
Como la poesía en Italia (y en Europa), la canción se mira de prisa y de lado; solo es aceptable aquella que es funcional a las tretas de gobernantes temerosos ante hechos de enorme intranquilidad. La canción juvenil emerge como grito de inconformidad ante aquello “de lo que –apenas– estábamos enterándonos”.
En los años 70, ocurre y se presenta de todo; crisis de la oferta petrolera promovida por los países exportadores reunidos en la OPEP en reacción a las circunstancias que envolvían el conflicto siempre presente en el Oriente Próximo; emergencia de contradicciones sociales que venían agudizándose después del boom económico de los 60: movimientos contra las pruebas de armas nucleares y por el desarme, por la paz, con grandes protestas contra la guerra; resurgimiento de conflictos entre patronos y trabajadores en escalas mayores que otros enfrentamientos precedentes y en los escenarios europeo y norteamericano[1].
Presenciar el inicio de la década de 1970 a los 17 años pudo significar poco para un desprevenido. Para quien les habla, luce de gala: la canción y, en especial, la canción protesta, rebelde, política es la manifestación –si se quiere– ingenua, de ánimos colectivos enfrentados con lo establecido.
Se llega a un mundo pensado y hecho de cierta manera y, desde ese tiempo y ese lugar, una generación comienza a construir lo que deviene su propio mundo. No se escogen los hermanos, pero sí, los amigos y los gustos, “porque no se escoge donde se nace, ni donde se muere, sino dónde se lucha”, cantaban bardos de mi juventud: Ana y Jaime.
Café y petróleo, cumbia del mar
Joropo del llano, aguardiente y ron;
Hola, chico; ala, cocacolo; cónchale vale;
¡Cómo son las vainas!
Mis coetáneos han logrado la ruptura de varios de esos moldes. El sentido de la mirada política hacia la canción es el de superar la visión instrumental y mercantil de lo cantado: la reflexión de este escrito busca sumarse a la comprensión de las turbulencias actuales y a las posibilidades incubadas en los conflictos por venir. La música puede y debe estimular ‘el espíritu de la Utopía’. Maneras de decir de la juventud, territorios expresados, territorialidades con las que estos viajeros buscan que se les recuerde y la verbalización de lo que encuentran a su paso:
A cinco el saco, a ocho el barril…
¡Vendo vendo, vendo, vendo!
¿Quién da más? Nadie da más.
Entonces, vendido a la Coffe Petroleum Company.
¿No les ha ocurrido que en la mañana se les pega una canción que repiten a tramos una y otra vez?
Sectores significativos de la población adoptaron canciones que narraban acciones audaces de muchachos o evocaban miradas de folcloristas invisibilizados por los grandes medios. La suerte de los cantores fue diversa, según el color del cristal con que se haya mirado. Junto a los manifestantes y militantes de organizaciones de izquierda u opositores menos radicales sucumbieron o desaparecieron los trovadores chilenos, argentinos, uruguayos, brasileros, cuando no fueron condenados al exilio. En Colombia, presenciamos una especie de inxilio, un deambular de fuga ante la persecución.
La canción cantó a estos cantores, a otras voces manifestantes y a sus manifestaciones. Y a los motivos de su manifestación. La juventud hizo suyas las canciones del grupo Quilapayún, de Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra, Ángel Parra, Mercedes Sosa, Víctor Jara, Daniel Viglieti, Alí Primera, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Clara Nunes, Catalino ‘Tite’ Curet-Alonso, Daniel Santos y otros tantos. En Colombia, al lado de los grupos teatrales y/o de los partidos políticos surgieron agrupaciones musicales como Los Amerindios, Policarpo y La Mona, Jorge Veloza y su “Lora proletaria”, los Hermanos Escamilla, Son Latino, Centinela, Comuneros y Son del Pueblo, (como mención especial).
“Canten, canten compañeros, que coplas no han de faltar, yo tengo una casa llena y un costal por desatar”.[2]
”Esto dijo el armadillo”,…, voces amigas, con generosidad nos obsequian su sentir, como la de Alberto Blandón Schiller, del Grupo de teatro El Local:
En las décadas del 70 y 80 se tallaron en la memoria de una generación los ecos de tiempos nuevos.
Mientras la radio anunciaba la aspirina como remedio para los dolores y en la tv coca cola ofrecía en botellitas la chispa de la vida, en las universidades se formaban los propagandistas de “un mundo mucho mejor”, en las fábricas se gestaban los líderes que harían posible la utopía y, en las calles, jóvenes soñadores se jugaban la vida.
Nacieron por entonces grupos de teatro, grupos de música, exposiciones de artes plásticas, literatura… En particular, tomó fuerza el grupo “Son del Pueblo”, que recreó los conflictos sociales a ritmo de guajiras, sones, guarachas… entusiasmando a los jóvenes y difundiendo las luchas sociales, sobre todo, las del campesinado; así, las luchas en Riopaila, las de los cafeteros se reflejaron en temas como “Galopera”, los cantos del Cañal que narraban las epopeyas de campesinos y la lucha contra los terratenientes por la tierra.
Quizás, fue el trabajo mejor logrado en cuanto a lo musical y sus acoples vocales. Estos cantos, hoy, desafortunadamente, dispersos por la memoria de militantes, recorrieron parte de nuestra geografía dejando algunas tonadas que renacen entre viejos recuerdos; incluso, en algunas recogidas de café se escuchan silbidos acompasados que remiten a estas épocas de búsquedas de relatos sobre las vivencias cotidianas del campesino y su lucha por “la tierra para el que la trabaja”.
Y como la de Eduardo Benavides Legarda, El Soldadito:
¿Cómo se sirve a la nación y al pueblo desde el arte y la cultura? ¿Qué es primero; la forma o el contenido? ¿Cómo superar el cliché, la consigna y el panfleto en el arte? Fue el trabajo arduo de cada uno lo que fue dando respuesta a estos interrogantes. En el caso del Son del Pueblo, se añadió una polémica: ¿era la salsa, ritmo prevalente del grupo, expresión del arte nacional? La respuesta fue que la salsa había logrado tanta raigambre en nuestro pueblo, que sin duda no se podía excluir como un medio artístico válido.
Pronto, el Son del Pueblo acompañó con su música al movimiento estudiantil. Frecuentes eran sus presentaciones en la Universidad Nacional. Más adelante, hicieron presencia en las carpas huelguísticas de los trabajadores para animar sus movilizaciones. Pero, pronto, también acompañaron a los candidatos del MOIR en las jornadas electorales para pedir el voto por sus causas.
O, la voz de Libia Cecilia Ordoñez, La Abuelita:
Una banda llegó de Bogotá (a San Juan de Pasto), Son del Pueblo… No recordamos con cuántos integrantes, ni con cuantos instrumentos. Llegaron uniformados, musicalmente bien dotados, cada uno con su talento tratando de armonizar, dando lo mejor de cada uno. Sonaba bien y fue una herramienta importante para convocar a las personas en lugares que visitábamos de zonas rurales. Y, en la ciudad, motivadores con su canto, ordenados y disciplinados; para aquel tiempo, un canto de lucha y esperanza y, para hoy, para algunos recuerdos de melodías, las notas, las voces, anécdotas, madrugadas, un sueño que no ha perdido vigencia. Para otros, simples recuerdos de juventud. No obstante, el lenguaje universal nos permite recordar a las personas, los lugares y, aun, las letras de muchas canciones que marcaron las vidas de un gran equipo de amigos y artistas unidos. No perdimos el tiempo. Son del Pueblo, un gran grupo (21 de julio de 2015).
Después de transitar por este texto, pudo el narrador haber encontrado una ruta confiable, pero…, buscaba comprender. Ensayo y error y nuevas búsquedas durante –al menos– cuarenta y cinco años; con un alto de tiempo y lugar, procurando encontrar conexiones en nuevos matices de paisaje, nuevas maneras de narrar, de cantar. Las reflexiones de analistas contemporáneos, más cercanos a nuestra cotidianidad, han proporcionado el espejo para mirarse, en algún punto del camino.
La Lingüística (y lo hace en el pensamiento científico y filosófico) ejerce ese poder, naturalizándolo; “estudia la lengua viva tal como si ésta estuviese muerta y la lengua materna, como si fuera extranjera”. En ella, pesa el colonialismo inmovilizante de la palabra ajena privada de la voz, abstraída en el aura de la muerte como pasado y elevada en la eternidad de la versión dominante de lo sagrado. Esta externidad y alteridad de la palabra ajena es constitutiva de la experiencia hermenéutica del lenguaje y, por lo tanto, el reconocimiento pesa siempre en toda comprensión (incluso activa): no hay un puro flujo sin la inercia del reconocimiento, pero, hay mucho más (y más allá) que reconocimiento[3] (Grosso, 2007)
Y la canción, esa rebelde provocadora –tal vez ajena al comienzo, luego más nuestra–, se filtra por donde le place y no se despega; esa que fluyendo en contravía persiste y no permite que se la deje en el olvido, acompaña la mencionada búsqueda, tal cual lo hizo “El Jefe”, Daniel Santos:
Si yo pudiera tener un himno y una bandera,
Una impasable frontera y un ejército bravío
Enseñaría a los míos a decir: ¡esa es mi tierra!
Yo quisiera una bandera, plena de soberanía
Que no la pise cualquiera con su politiquería;
Que libre, y sin compañera, flotara en la patria mía.
Y que, en ese transitar, nos obsequiara Rubén Blades:
Me fui p’al monte buscando guayaba,
Por la vereda del ocho y el dos
Y, aunque encontré una casa dorada
Esa guayaba no la hallaba yo.
Mucho he viajado por todo el mundo
Y nunca, nunca, pude encontrar
Una guayaba que me gustara
Y detuviera mi caminar.
Y, aunque encontré una casa dorada,
Esa guayaba no pude hallar.
… Buscando guayaba ando yo[4].
Con estas líneas inicio lo que deseo sea una larga y grata conversación con usted, amiga lectora; con usted, amigo lector. Espero haber dejado suficientes provocaciones para este propósito.
Referencia: José Luis Grosso, 2007; Cuerpos del discurso y discurso de los cuerpos. Nietzsche y Bajtin en nuestras relaciones interculturales. Doctorado en Humanidades, Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Catamarca, Argentina. jolugros@univalle.edu.co.
[1] Consultar https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_Fr%C3%ADa
[2] Copla popular de la región de Socorro, Santander, en Colombia.
[3] Grosso,Jose Luis; “Cuerpo del discurso y discurso de los cuerpos”. Santiago de Cali – Programa Territorial Red CiudE. 2007
[4] Daniel Santos, (Puerto Rico: 1965); “Mi bandera”, canción en tiempo de bolero.
[1] Grosso,Jose Luis; “Cuerpo del discurso y discurso de los cuerpos”. Santiago de Cali – Programa Territorial Red CiudE. 2007
[5] Daniel Santos, (Puerto Rico: 1965); “Mi bandera”, canción en tiempo de bolero.
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